7 de agosto - CAYETANO

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7 de agosto

CAYETANO

La casa de Alex está en la parte más nueva del pueblo, es enorme y muy moderna, una masa gigante blanca, con muchas ventanas grandes, sistema inteligente que baja las persianas y regula la luz con sólo decírselo, jardín lleno de césped y setos, dos palmeras con una hamaca que las une, y la piscina que parece salida de una película.

—Igual habéis visto mi casa en alguna revista, a mi madre le gusta alquilarla para que hagan entrevistas y esas cosas. El salón ha salido por lo menos veinte veces, no lo uséis mucho y cerrad la puerta cuando hagamos el fuego, se pone histérica cuando se queda el olor del humo en los muebles.

Me sorprende porque la barbacoa está justo al otro lado, no veo muy probable que llegue el olor hasta allí.

Los demás le ríen la gracia, comentan algo y pasan de largo. Están acostumbrados a estar allí, yo me siento un pez fuera del agua y lo único que me consuela es que Olaya está igual que yo. Aunque un poco menos. O sea, más. Se siente mejor. Los conoce. Lleva una sonrisa preciosa en la cara, está feliz y nerviosa, pero son nervios buenos.

Les ayudamos a meter la carne en la nevera y a repartir los vasos. Escriben los nombres en cada uno, para que no nos equivoquemos, y nos acomodamos en un montón de sillones y tumbonas que hay junto a la hamaca de las palmeras.

Al cabo de un rato sale de la casa principal una señora latina, viene amenazando a Alex con la mano y le recrimina que no haya abierto la sombrilla, que nos va a dar un golpe de calor, y que la señora se enfadaría mucho con ella por permitir que cualquiera nos quememos la piel.

—Julieta, no te preocupes, el único que aún está blanco como la nieve es Cayetano.

Me siento muy incómodo. La señora me pide muy amablemente que me coloque a la sombra y que me ponga crema solar, y luego regresa diciendo que la avisemos si necesitamos cualquier cosa.

—Julieta te sigue tratando como a un crío —se ríen los demás.

Alex también sonríe.

—Me tiene súper mimado. Alguien tenía que hacerlo.

No me pasa por alto el comentario y me pregunto qué tipo de relación tendrá con sus padres. Mi madre también me tiene sobreprotegido y me malcría, pero es mi madre, no una señora contratada para que cuide de mí.

Olaya lo mira diferente. Como si hubiera obtenido información valiosa. Sé que los está examinando a todos, como si fuera una detective buscando pistas para averiguar quién es el asesino infiltrado.

Dafne se sienta con ella, en la misma butaca, y le pide -se lo exige más bien- que le haga hueco porque no hay espacio para todos. Uno de los gemelos comenta lo mucho que se parecen ahora que están la una junto a la otra y recalcan las similitudes que encontré yo hace dos semanas.

Olaya es mucho más guapa que Dafne, pero nadie lo dice.

—Es la nariz, la tenéis igual.

—Y los ojos.

—Bueno, Dafne tiene los ojos más grandes.

—Sí, eso es verdad.

—Olaya tiene unos ojos preciosos —suelto. Y al momento quiero enterrarme en la arena y que jueguen a chutar mi cabeza porque se hace un silencio que me parece que dura eones aunque Dafne replica casi al momento.

—Tenemos los ojos iguales, así que gracias por el cumplido. —No quiero responderle que no es verdad, así que me callo, aunque ella me dedica una sonrisa y una mirada rápida a su prima—. Vosotros no habéis traído nada, os toca ir a por hielo a la gasolinera.

—Pero si tenemos hielo —responde Alex.

—No lo suficiente. Hale, fuera.

Como el sabor a helado de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora