Confín en el inicio

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Había un centro que guiaba al mundo, pero esta historia no cambia eso.
Había una razón por la que seguiría siendo así hasta la Última noche, pero esta historia no trata eso.
Había un hombre capaz de controlar el centro para su beneficio, pero esta historia no la protagoniza este.
Había una forma de evitar que el centro controlase todo así, pero esta historia no resuelve eso.
Había un tiempo en el que el mundo era diferente, pero esta historia no lo narra.
Había un punto que era el final de todo, pero esta historia no lo describe.

El campo de Zai era todo cuanto podía desear. Se alzaba por encima de las copas de los árboles y rara vez por debajo de las nubes, era tan fértil como se podía desear y capaz de mantener a su familia con holgura, e incluso más importante, era todo lo tranquilo y sosegado que podía ser en un mundo cambiante. Nunca sabría con certeza si los brotes debían ser enterrados o expuestos al sol, ni si el viento haría volar los frutos o si tendría que recogerlos ella misma, tampoco si otros campesinos y campos se acercarían a disputar el terreno. Sin embargo, su felicidad era plena, esos cambios y esfuerzos le hacían querer vivir. No era como su pareja, quien se quejaba a menudo. No era como sus hijos, quienes siempre pedían algo más. Ni siquiera era como el propio suelo y el mismísimo cielo, ella era constante y consciente.

Sin siquiera haber llegado a discutir con sus hijos el momento de irse o quedarse, llegó un cambio. El mundo ya no giraba en torno a la ciudad cercana, sino alrededor de una vieja y alejada urbe. La ciudad había desaparecido de la noche a la mañana. Los confines del mundo eran visibles desde la ventana. Y ya no había tiempo para escoger irse.

No es como si ver el final del tiempo y el espacio fuera letal, pero sí era terrible y desolador. La mente, desposeída de objeto y enfrentada a la nada perdía su voluntad. Y un cuerpo poco puede sin voluntad. Pese a ello, su cuerpo persistió al cambio, su campo sobrevivió al desvivir del mundo, pero su familia no. Su pareja cayó casi al principio, nada retenía su mente y su cuerpo fue un cascarón que hundió a los descendientes. Todos se hundieron en la tierra o huyeron del cielo que sostenía el campo. Una vez sola observó el confín del mundo y lo rechazó, pero era una sola persona, no podía evitar el cambio.

Su campo se mantuvo vivo hasta que tuvo más comida de la que sería capaz de acabar nunca, se perdió la razón para atenderlo, tras eso empezó a marchitarse, tras marchitarse, empezó a quebrarse, tras romperse el suelo empezó a desparecer un pedazo de tierra aislado cada vez. Cada vez que miraba por la ventana notaba que algo faltaba, pero le faltaba el recuerdo capaz de identificarlo. Un día la ventana no mostraba nada. El final había llegado a su puerta.

Aun así, sabía la forma de mantenerlo: dedicaba todo instante consciente a revivir recuerdos con su familia. "Si uno solo puede cambiar el mundo, el recuerdo de muchos hará aún más" se decía; y durante un tiempo se convenció y venció al devenir de los tiempos. Era en vano. El tiempo pudo, no con su voluntad, pero sí con su convicción. Cuando solo quedaba una habitación entre la nada, decidió ponerse en marcha.

Lar estaba en el centro del mundo. Eso era todo lo que necesitaba saber Zai para llegar. Nunca quiso ir, siempre pensó que su deseo era morir con su familia en un campo alejado.

Ir a Lar hubiera sido sencillo por los caminos, las señales y las gentes. Sin embargo, no quedaba nada de eso. Solo quedaba Zai. Salir de su habitación era exponerse al fin del tiempo y del mundo. No era algo para lo que uno pudiera prepararse o concienciarse de ninguna manera, tampoco tenía tiempo para hacerlo. Las luces se apagaban y las sombras se encendían con el paso del tiempo y no le quedaba ya ninguna razón para seguir en aquella casa casi vacía. Ni siquiera sus recuerdos habían podido perdurar en ese lugar que se deshacía.

El campo ya no era azul, ni rojo, ni siquiera amarillo; la hierba que cubría la tierra había cobrado un color diferente y ajeno a esos tres. No quedaba nadie que supiera cuál era el color de la hierba, así que hasta ella lo había olvidado y se había inventado uno para darse forma. Ese color no formaba parte de la luz visible y pese a ello la luz trataba de reflejarse, creando bordes más visibles que la propia planta y sombras que caían en la nada del suelo. Zai no miraba el lugar donde iba a poner el pie, pues no podía verlo. La tierra, muerta y seca, había dejado de estar ahí incluso antes de que dejase de cultivar su campo, las sombras no se apoyaban en ella, pero sabían que tenían que pararse en algún sitio y así lo hacían. De la misma forma, ella sabía que tras un paso venía otro. Y tras ese otro más. Y aunque ninguno tuviera un suelo que alcanzar, todos encontraban un apoyo que empujar.

El tiempo que tardó en salir del confín no importó, no existió el hambre ni el agotamiento hasta que encontró a otra persona.

– ¿Dónde lleva ese camino? –preguntó el primer campesino que se cruzó.

– Eso mismo iba a preguntar, pasa cerca de su casa.

– Sí, pero la última vez que miré no pasaba ningún camino por aquí –no parecía alegre por descubrirlo– ¿De dónde vienes, maga?

– Ni soy maga, ni vengo de ningún lugar en particular –fue la airada respuesta–. Tenía un campo como el tuyo, pero desapareció con mi casa y mi gente.

El campesino miró sus herramientas, miró sus cultivos. Todos eran opacos, sin brillo y sin vida. Luego miró su casa, miró sus ropas, miró la piel de sus manos. Todas eran sutiles, sin integridad y sin fuerza. Luego vio por primera vez a Zai. Conservaba su vitalidad y su fuerza para algo, a diferencia de él que solo la mantenía.

– Así que así se acaba.

– Todavía no, aún te queda tiempo. Te puedo ayudar a ir con los tuyos.

– Nunca los hubo señora. Pero gracias. Seguiré aquí, junto al camino, así que seguirá hasta que llegues. Hasta el fin.

– Hasta el fin.

No tuvo valor de hablar con nadie más junto a ese camino.

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⏰ Última actualización: Jan 11 ⏰

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