VI - La obsesión de ser el anfitrión perfecto

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El reloj de la ciudad se alza en el centro de una plaza que busca conferir al corazón de la ciudad un aura histórica y noble, con referencias a los apellidos de familias que supuestamente poseen linajes distinguidos, las cuales financiaron su fundación uno o dos siglos atrás. La plaza misma se despliega como un laberinto de diseños, tendencias y caprichos. El reloj abandonado e inservible, una réplica inútil del Big Ben, erigida por mineros ingleses en un intento de importar un fragmento de su tierra natal a esta región inhóspita. Alguna vez hubo árboles, sobre todo nogales, cedros y abetos, que fueron talados o robados por los sucesivos presidentes municipales una vez que los ingleses abandonaron la ciudad, y para no dejar la plaza desierta, plantaron una docena de jacarandas, de las cuales la mayoría se secó al poco tiempo y las pocas que quedan a duras penas sobreviven las frecuentes heladas y sequías de la región. Se supone que las farolas, europeas originales, restauradas cientos de veces, coronarían las tardes arrojando sobre la plaza sus anaranjados destellos nostálgicos, pero lo cierto es que pasadas las cinco las desgastadas bombillas alumbran más poco que nada, haciendo de la plaza un escenario más bien sobrio, deprimente.

Sin embargo, la plaza y el reloj aún atraen a los escasos turistas que se aventuran a visitar la ciudad. Desafortunadamente, las recientes protestas han dejado la plaza saturada de símbolos anarquistas e invectivas contra el gobierno, trazadas por los estudiantes, o mejor dicho delincuentes, de las facultades de filosofía y ciencias sociales que piensan que pintarrajear monumentos es hacer la revolución. Una lástima, no tanto por los monumentos manchados, sino por ellos. A esa edad, ya había aprendido a desvincularme de todo tipo de ideales y a meter en el mismo saco a progresistas, conservadores, creyentes, ateos, y, en general, a cualquiera que se sienta transgresor por su ideología, su manía particular, su estupidez personal.

Haciendo un rodeo, estacioné el carro en el lado menos vandalizado de la plaza, pasamos frente al reloj y vimos sus manecillas marcando eternamente las tres y cuarto, hora en la que, según se dice, dejó de funcionar, atravesamos el cono de sombra que proyectaba diagonalmente a todo lo largo de la plaza y nos reunimos con Javier y Sebastián, que a la sazón estaban alimentando palomas, sentados en una de las pocas bancas despintadas que aún se sostienen a pesar del óxido y el descuido.

Javier se levantó al vernos. —Lamento no haber ido por ustedes, lo que pasa es que tuve un inconveniente en la mañana. Espero que no se hayan aburrido con esos dos —les dijo con una sonrisa.

¡En absoluto! Primero nos llevaron a un mirador sobre las montañas, después bajamos a la ciudad a través de la carretera, la naturaleza y el paisaje eran hermosos —dijo Rina.

Javier asintió agradecido.

Me alegra que hayan disfrutado el paseo. La naturaleza aquí ciertamente es asombrosa. Bueno, ¿quieren tomar algo antes de ir a la siguiente parada?

¡Claro! —exclamó Rina—. ¿Qué tal un café?

Suena perfecto —añadieron las otras con entusiasmo.

En todo caso, por anodina que sea, si algo no le falta a la ciudad son lugares donde refugiarse de la gente, fumar unos cuantos cigarros en paz, tomarse algo para olvidar el curso del tiempo o abstraerse de la insoportable levedad del ser. Javier nos condujo hacia un acogedor café cercano, donde nos sentamos en una mesa junto a la ventana con vistas a la plaza principal.

¿Así que, chicas, qué les parece nuestro pequeño pueblo hasta ahora? —preguntó Javier mientras hojeábamos el menú.

Es encantador, en serio. No esperaba encontrar tanta belleza natural —comentó Rina.

Los desconocidos perfectosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora