Como otra noche cualquiera, sigo en la misma ventana de siempre, admirando las increíbles estrellas, que resplandecen en el oscuro cielo.
Mi cabeza no para de recordar cada momento que viví junto a él, cada palabra, cada mirada... y el extraño dolor, que siento al recordar que ya no está conmigo, y que jamás volverá a estarlo.
Todo comenzó, una tarde cualquiera de domingo, mi madre se había empeñado en llevarme a casa de mis abuelos, la idea no me gustaba mucho ya que allí solamente había enormes parcelas, donde sólo observabas campo y naturaleza.
El viaje fue corto, ya que siempre tengo la costumbre de nada más subir en el asiento trasero del coche, sentarme, apoyarme en la ventanilla, y ponerme los cascos para escuchar música y desconectar de todo.
Al llegar, y al bajar del coche, me dí cuenta que todo había cambiado, las enormes encinas habían crecido, los distintos rosales se extendían por todo un sendero que acompañaba a un caminito de piedrecillas que llevaba desde la entrada de la parcela hasta la puerta de la entrada de la casa de mi abuela.
Estaba asombrada de todo lo que había cambiado todo, teniendo en cuenta que hacía unos 5 años que no volvía a ese lugar, me vinieron recuerdos de cuando yo no era más que una niña, y mi padre me columpiaba en un columpio que habíamos construido nosotros, con un trozo de madera y unas cadenas y lo colgamos de la encina más grande, o cuando esas noches en las que me daba miedo dormir sola, y me salía a fuera a tumbarme a ver las estrellas, llegué a acordarme de mis amigos, de que tenía un grupo de amigos con el que hacía demasiado tiempo que no les veía y no les hablaba, y antes de poder pensar que ya no se acordarían de mi, los recuerdos y pensamientos se evaporaron por el grito con el que me había llamado mi abuelo.