¿Un funeral?

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El ambiente era triste, pero alegre al mismo tiempo.

Su abuelo solía decir que lo bueno de los entierros, a pesar de la tristeza, era que conseguían reunir a gente con la que no tratabas desde hacía tiempo. «En algunos pueblos —afirmaba— antiguos compañeros de pupitre se asomaban a tu funeral aunque hubieran pasado cincuenta años desde la última vez que los viste». Esa, para él, era la ironía de la muerte, una ceremonia de saludos y de despedidas que convergen al mismo tiempo y donde el protagonista es el ausente.

Pablo lo sentía así. Para él esa fiesta, su fiesta, era como asistir a su propio funeral, solo que él no solo era el anfitrión, sino también el homenajeado. Esa noche sería testigo de su propia despedida y vería con sus propios ojos cómo la gente se reunía en círculos para hablar sobre él mismo y comentar lo que le echarían de menos. Por un momento recordó aquella película antigua en la que un hombre se ve a sí mismo en el presente, en el pasado y en el futuro, y tuvo que parar un segundo para cerciorarse de que, en efecto, todo giraba en torno a su persona, con vida, y en la actualidad. Fue un alivio que le hizo rebosar repentinamente de vida. Ahora sí estaba seguro: se trataba de una fiesta, de su fiesta, estaban todos reunidos por él, para despedirle, y todo el mundo estaba contento. Él, sin embargo, se sentía abrumado, así que decidió salir un rato al jardín a tomar el fresco.

Lola y Lucía lo organizaron todo. Dondequiera que se mirara, no faltaba detalle: decoración escueta, al gusto del homenajeado, música británica y americana —independiente y rock— tal y como le gustaba a él. En cuanto a la cena, todo debía ser de un solo bocado, limpio y, a poder ser, para poder comer de pie. Una cena fría en toda regla: tapas, canapés y aperitivos varios. Pablo detestaba la etiqueta de ese tipo de fiestas en las que la gente se sentaba en torno a una mesa y solo podías hablar con el de al lado. Había, además, una mesa aparte para las bebidas: cerveza local, vinos y otras botellas que Miguel, el abuelo de Lucía, ya no bebería nunca más. Magda, la abuela, ofreció su casa generosamente. Cuando murió Miguel, hacía ya un par de años, se volcó por completo en su nieta, y cuando Lucía le preguntó si podrían hacerle la fiesta a Pablo en su salón, no hubo ninguna reticencia.

Tras unos minutos, Pablo volvió al salón. Se había prometido a sí mismo acabar con esa manía suya de ausentarse emocionalmente cuando alguien se portaba bien con él. Sus amigas del alma, su núcleo duro, the team, como solían llamarse en la adolescencia, le habían preparado la mejor fiesta, ¿y él se portaba así? Así que se acercó a ellas y se permitió disfrutar.

—Muchísimas gracias a las dos, en serio. Sois las mejores. Perdonad que no lo haya demostrado, pero es que estoy muy nervioso. —dijo arrepentido mientras las miraba por encima del hombro y observaba a todos los demás asistentes: Juan, Pedro, María... Estaban todos los que debían estar. Algunos del colegio, otros del instituto, y otros muchos, de la facultad de Economía, a los que sus dos amigas se habían molestado en llamar o contactar por WhatsApp, uno por uno.

Lucía y Lola se habían dejado la piel para despedir a su amigo. Llevaban semanas planeando la fiesta sorpresa que le ofrecían con motivo de su viaje a Estados Unidos, concretamente a Philadelphia, donde Pablo iría a estudiar los próximos años con motivo de una beca deportiva que le habían concedido. Pablo haría así realidad su sueño de jugar al fútbol de forma profesional, o semiprofesional, al menos los primeros años, mientras continuaba estudiando su grado en Economía. Al fin su esfuerzo había dado sus frutos. Se había matado, casi literalmente, para conseguirlo. Entrenamientos casi a diario que compaginaba con todos los exámenes universitarios. Llevaba así desde el instituto, y aunque hubo ocasiones en que quiso tirar la toalla, siempre encontró un motivo para continuar y seguir peleando, y lo consiguió, pero no sin estar aterrorizado hasta la médula. Dejar atrás a su familia, a sus amigos y todo lo que le enraizaba a su pequeña ciudad por un lado, y a Madrid, donde estudiaba, por otro, le daba escalofríos. Pero iba a muerte con su cometido, tenía claro que a pesar de sus temores, nada lo haría echarse atrás.

Lo que gané en Filadelfia (Libro II Trilogía The Team).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora