Prólogo

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«Los que nacieron libres nunca conocerán la libertad, pues nunca tuvieron límites, pero los que nacieron con cadenas toleran de todo por la libertad que anhelan»

«Los que nacieron libres nunca conocerán la libertad, pues nunca tuvieron límites, pero los que nacieron con cadenas toleran de todo por la libertad que anhelan»

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—Rápido, llévatelo todo —dijo la reina a su dama de compañía apresurada—. Llévatelo al bosque escarlata.

—Majestad. —Su dama de compañía temblaba de los nervios, seguramente sería llevada a la horca por esto—. Esto es traición, mi señora.

—Es una orden directa de tu reina, así que no es traición.

—Si me llegan a encontrar con todo esto…

—Yo abogaré por ti, Melenda.

—¿No sería mejor decirle al rey?

—Te lo prohíbo, aún con las leyes protegiéndome y con todo el amor que me profesa, me mataría —gruñó la reina en protesta—. Además no soy estúpida, Melenda, sé que los nobles están planeando derrocarme para ver a un hombre al poder.

—No digo que lo sea, majestad, pero tal vez si habla con ellos, si los hace entender, tal vez la acepten.

—Es inútil, Melenda. —La reina lanzó un puñado de cartas en la chimenea hasta verlas reducidas en cenizas—. No hay hombre digno de gobernar, esas han sido nuestras leyes desde la fundación del reino, cuando la madre bendijo a la primera reina con su poder.

—¿Aún cree en esa leyenda?

—Los condenados a muerte merecen creer en algo —exclamó, quitándose su opulento vestido y vistiéndose con una túnica negra como el carbón—. Y si no te vas pronto serán don cadáveres.

—Usted podría vivir más, podría cambiar las cosas si quisiera, ¡Por los dioses! Usted tiene el poder necesario para el cambio que este reino necesita y en vez de eso, prefiere morir como una cobarde.

El sonido de una fuerte bofetada sonó por toda la habitación. Melenda vio sorprendida a su reina, su majestad, aquella que antes de tomar el título era una amiga para ella.

Puede que nunca la haya visto por quién era en realidad o que era la primera vez que se daba cuenta de la gran diferencia entre ellas.

—No te confundas, Melenda —dijo la reina con los ojos llorosos, pero sin dejar salir las lágrimas—. Aún si voy a morir, sigo siendo tu reina y como tal, me debes respeto.

—¿Sabe qué? Espero que se pudra en el infierno, majestad —Decidida, dejó al bebé en su cuna y decidió dejar toda su amistad hasta allí.

—No planeo ir al infierno —gritó la reina por sobre el bullicio que se empezaba a formar a las afueras del palacio—. La Diosa me absolverá de culpas, Melenda.

—No existe el perdón para las adúlteras ni en esta, ni en ninguna otra religión. —Melenda se tomó el tiempo de ver a su reina, desesperada, sola, pero sobre todo, derrotada, una imagen nada agradable para aquellos que la conocieron en su mejor momento—. Espero que la pases bien con tu bastardo, maldita zorra.

Melenda se marchó con un fuerte portazo, dejando sola a la reina.

Mientras tanto la reina esperaba lo inevitable, sabía que no podría escapar de esta, aún cuando las leyes la beneficien, no había nada que la salvara esta vez.

Cogió la daga en una mano y a su hijo en otra.
Maldecía el momento en el que dejó que todo se viniera abajo, en dónde descuidó sus espaldas y dejó que los hombres — sedientos de poder desde hace siglos — envenenaran su corte.

No era una mentira del todo.

Ningún hombre era digno de gobernar Tasber, eso ella lo había comprobado: Su esposo un maldito bebedor incapaz de darle hijos; su padre, un hombre a la sombra de su mujer que solo sentía resentimiento por su hija; su hermano, una sanguijuela que usaba el titulo de príncipe como amnistía para cualquier cosa. No, nadie era digno de gobernar.

Moriría de todos modos, ella y el niño, si no era por su mano, sería por la de su marido.

Pero el niño entre sus brazos se parecía tanto a él, al hombre del cuál se enamoró y con quién nunca pudo estar.

Nadie la vería derrotada y se han de verla morir, que sea en sus propios términos.

—“Todos los caminos conducen a ella” —susurró, cortando de un tajo el cuello del niño para luego ir hasta el balcón y saltar de él.

Ese día, al rey se le comenzó a nombrar como: “El rey viudo” y se convirtió en el regente absoluto y la difunta reina sería conocida como: “La reina creciente” por ser aún muy joven e inmadura al momento de ser coronada.

Durante el funeral, las campanas sonaron tres veces, una campanada por la Diosa que regía su vida, otra por el pueblo que la extrañaba y otra campanada para que su alma y la de su “hija no nata” encontraran la paz en los ríos de purificación.

Holaaaaa

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Holaaaaa

¿Qué les pareció este primer capítulo de la historia?

Este año venimos con todo, nueva portada, con una historia más madura y con una mejor corrección de mi parte.

Espero que estén tan emocionados como yo por esto.

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