La mañana del domingo Roier se despertó como cada día desde hace un mes, su corazón le decía que algo no estaba bien, que por más que lo intentara no podía dejar pasar la forma en que su esposo hablaba dormido cada noche, escuchando secretos que no se sentía bien de conocer, y toda la situación lo estaba abrumando tanto, porque él no era capaz de pegar el ojo en toda la madrugada, hasta que sólo se permitía dormir cinco minutos y volver a abrir los párpados al amanecer.
Se sentó en el borde de la cama y observó sus pies, fríos y entumecidos, y se convenció de que el día debía comenzar si no quería que todos esos malos pensamientos rondaran su cabeza una y otra vez, y lo masacraran con imágenes de la vez que creyó haber perdido al hombre de su vida.
Su vida.
Había cambiado radicalmente desde que lo conoció, y a partir de ahí quiso poder darle una oportunidad al universo de sonreírle una vez más, de hacerle creer que todo mejoraría exponencialmente si dejaba que su corazón fuese tomado otra vez, sin meter las manos.
La diferencia es que Cellbit sí lo quería, y nunca le rompería el corazón, que daría todo por amarlo y demostrarle lo tanto que lo haría, hasta el final de sus días.
Irónicamente ahora él era el que más le había roto el corazón, y perdonarlo apenas fue el primer paso para entender que todo estaba en decadencia, que posiblemente había idealizado tanto a alguien que a la primera oportunidad lo dejó caer.
El corazón latía inconforme, pero su razón le decía que si acaso él hubiese puesto un poquito de su parte, ahora no tendría esos absurdos pensamientos mordiéndole el cerebro cada vez que lo veía dormir, hablando de calamidades y desastres de los que ya se había cansado.
Se puso las pantuflas y salió al balcón, perdiéndose entre las nubes matutinas y el viento fresco que le azotaba la cara. Se abrazó a sí mismo y esperó hasta que los primeros rayos de sol le acariciaron las dulces facciones, que no se perdían aunque se había dejado crecer la barba, y omitiendo el hecho de que sus párpados estaban adornados con sendas ojeras que parecían irreversibles.
Suspiró porque él no se había dado cuenta de ello, cuando normalmente era el que lo enfrentaba cada vez que lo veía aunque sea un poquito diferente. Y su indiferencia ahora sólo aumentaba el pensamiento de que todo podría descender en picada, odiando el momento en que él regresó vivo, sin ser el mismo.
Odiaba pensar en que todo hubiera sido mejor si no regresaba, porque así podría vivir su duelo en paz, sin tener a su lado a un hombre que parecía muerto, porque su presencia ya no hacía sombra a su lado.
La absurda sensación de saber que su adiós apenas estaba empezando, y que iba tan rápido que ahora sólo le quedaba el recuerdo de lo que alguna vez lograron ser, y quizá no se repetiría.
Tantos eventos horribles les habían cambiado tanto, la vida, el espíritu y el corazón, pero aún había mantenido la esperanza de que su amor sería igual de fuerte que antes, que podían contenerse mutuamente, ver por los dos, por ellos, por todo.
Recordando cómo desde el principio él fue un ladrón que se robó su corazón, que empujó tan fuerte hasta que quebró sus barreras, desactivó todas sus armas y se aprovechó, reconociéndose como una victima voluntaria, porque lo dejó entrar en su organismo y ganar terreno. Lo dejó robarle con las manos arriba y en rendición, porque estaba ansioso de que lo poseyera como tanto lo esperó, que lo consumiera con su amor, con su deseo y poder.
Cellbit tenía mucho poder sobre él, aunque siempre se declarara el dominante, el que movía los hilos y tenía el control. Pero muy dentro de su pecho sabía que cualquier mínima cosa que él quisiera cambiar se haría, tal cual como leer un guion. Que le permitiría quebrarlo todo lo que quisiera, siempre y cuando no lo dejara.