Capítulo 4

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Pócima (sustantivo): 1. Bebida medicinal preparada por la persona que la recomienda. 2. Remedio de curandero.

«Parece que no tiene mucha fe en sus pócimas, pero de todos modos me obliga a tomarlas».

  Del diccionario personal de Louis Tomlinson.

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Harry lo dejó solo el resto del día. Sentía tanta rabia que no se fiaba de sí mismo si estaba cerca de el omega. Él y su maldita garganta afónica lo enfurecían, aunque, a decir verdad, la mayor parte de su furia era consigo mismo.

¿Cómo pudo pasarle por la mente la idea de besarlo, aunque solo fuera un segundo? Él podía ser medio español, pero también era medio ingles, y eso lo convertía en un traidor.

Y fue un traidor el que asesinó a Marabelle.

Como para reflejar su estado de ánimo, empezó a llover cuando comenzaba a ponerse el sol, y en lo único que se le ocurrió pensar fue en el tintero que el omega había dejado en el alféizar para recoger agua.

Soltó un bufido. Como si se fuera a morir de sed con todo el té que lo había obligado a beber esa tarde. De todos modos, mientras cenaba en silencio ese anochecer, no pudo evitar pensar en el omega ahí arriba encerrado. Tenía que estar muerto de hambre; no había comido nada en todo el día.

—¿Qué te pasa? —se preguntó en voz alta.

¿Sentir compasión por ese astuto espía? ¡Bah! ¿Acaso no le dijo que la iba a matar de hambre? Jamás hacía promesas que no cumplía.

Pero lo cierto es que era un muchacho delgado y esos ojos, que seguía viendo en su imaginación, no se los podía quitar de la cabeza. Unos ojos grandes, tan luminosos que prácticamente brillaban, y que si los mirara en ese momento, pensó con una mezcla de irritación y remordimiento, se verían hambrientos.

—¡Maldición! —masculló, levantándose tan rápido que volcó la silla hacia atrás.

Bien podría darle un panecillo para cenar. Tenía que haber un método mejor que matarlo de hambre para lograr que le diera la información que necesitaba. Tal vez si le daba un pequeño bocado de tanto en tanto, el omega sentiría tanta gratitud que comenzaría a sentirse en deuda. Había sabido de casos en que los cautivos comienzan a mirar a sus captores como a héroes, y a él no le importaría que esos ojos turquesas lo miraran con un poco de veneración.

Tomó un panecillo de la panera, pero luego lo cambió por otro más grande. Y tal vez un poco de mantequilla. Eso no haría ningún daño. Y mermelada. No, ahí puso el límite; mermelada, no. Era un espía, al fin y al cabo.

Louis estaba sentado en el borde de la cama, sumido en la contemplación de la llama de una vela con los ojos medio cerrados, cuando oyó que unos pasos se detenían al otro lado de la puerta. Sonó el clic del pestillo de una cerradura, luego el de la otra, y ahí estaba él, llenando con su presencia el vano de la puerta.

¿Cómo era posible que cada vez que lo veía estuviera más guapo que antes? No era justo; toda esa belleza desperdiciada en un alfa, y aún más en uno tan pesado.

—Le he traído un trozo de pan —dijo él con voz ronca, pasándole algo.

Oyó el fuerte gruñido que lanzó su estómago cuando tomó el panecillo.

«Gracias», articuló.

Él se sentó al pie de la cama a observarlo zamparse el panecillo con muy poca preocupación por los modales o el decoro.

To Catch an HeirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora