Las ofrendas parte 4

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Meda Al-Arlen Al-Cleissy Al-Epona Bent Asha Bent Sayer Al-Arijaya de la casta de los shudras; cazadora experta con los dardos; conocida principalmente por haber ocupado el lugar que Murphy no se atrevió a ocupar. Llego a la Estación de Irak de los Pilares el día miércoles 12 de junio a las 12:45 del medio día del Calendario de Babilonia.

Del «Manual de la Diosa Meda», por Baldur Sadoglu.

Durante unos instantes, Amin y Meda asimilaron la escena de aquel ciervo de Ninkasi; su profeta intentaba levantarse del charco de porquería resbaladiza que había soltado su estómago. El hedor a vómito y alcohol puro hace que se les revuelvan las tripas. Ambos se miran; está claro que Diomedes no es gran cosa, pero Leah Shapira tiene razón en algo: una vez en la pista, sólo lo tendrán a él. Como si llegaran a algún tipo de acuerdo silencioso, Amin y Meda lo cogen por los brazos y lo ayudan a levantarse.

--¿He tropezado? --pregunta Diomedes--. Huele mal.

Se limpia la nariz con la mano y se mancha la cara de vómito.

--Vamos a llevarte a tu cuarto para limpiarte un poco --dice Amin.

Y ambos chicos lo llevan de vuelta a su compartimento medio a empujones, medio a rastras. Como no logran dejarlo sobre la colcha bordada, lo meten en la bañera y encienden la ducha; él apenas se entera.

--No pasa nada -dice Amin--. Ya me encargo yo.

Meda no puede evitar sentirse un poco agradecida, ya que lo que menos le apetece en el mundo es desnudar a un ebrio Diomedes, limpiarle la porquería del pelo del pecho y meterlo en la cama. Seguramente, Amin intenta causarle buena impresión, ser su favorito cuando empiece la carrera. Sin embargo, a juzgar por el estado en el que está, Diomedes no se acordará de nada mañana.

--Vale, puedo enviar a un eunuco de la nave a ayudarte --le dice la chica. Estos cocinan para todos, les sirven y les vigilan; cuidarlos es su trabajo.

--No, no los quiero.

Meda asiente y vuelve a su cuarto. Entiende cómo se siente Amin, ella tampoco puede soportar a la gente de Babilonia, pero hacer que se encarguen de Diomedes podría ser una pequeña venganza, así que medita sobre la razón que lo lleva a insistir en ocuparse de él, así, de repente. «Es porque está siendo amable. Igual que cuando le regaló la sadaqah de pan», piensa.

La idea hace que se pare en seco: un Amin Aslanbey amable es mucho más peligroso que uno desagradable. La gente amable consigue abrirse paso hasta ti y quedárseme dentro, y Meda no puede dejar que Amin lo haga, no en el sitio al que se dirigen. La chica decide que, desde este momento, debe tener el menor contacto posible con el sacristán del templo.

Cuando llega a su habitación, la nave pasa entre el anillo de asteroides del que algunos trabajadores de la tribu de Judá suelen extraer carbón, creando algo de turbulencia. Meda abre rápidamente la ventana de desechos, tira las galletas que le regaló el padre de Amin y la cierra de golpe. Se acabó, no quiere nada más de ninguno de los dos.

Por desgracia, el paquete de galletas cae al suelo y se abre sobre un florero repleto de dientes de león que hay junto a la ventana de desechos. Meda sólo lo ve un instante, pero le basta con eso; es suficiente para recordarle aquel otro diente de león que vio en el patio del colegio hace algunos años...

Justo cuando aparto la mirada del rostro amoratado de Amin Aslanbey se encontro con el diente de león y supo que no todo estaba perdido. Lo arranco con cuidado y se apresuro a volver a casa, tomo un cubo y a su hermano de la mano, y se dirigió a la Pradera de Barsana; y sí, estaba llena de aquellas semillas de cabeza dorada. Después de recogerlas, los dos rebuscaron por el borde interior de la valla a lo largo de un kilómetro y medio, más o menos, hasta que llenaron el cubo de hojas, tallos y flores de diente de león. Aquella noche se atiborraron de ensalada y el resto del pan de la cocina del templo.

La carrera de la muerte 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora