La Catástrofe

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La tormenta se acerca, y si bien mi padre me ha advertido que no fuéramos a pescar hoy, le insistí hasta que entendiera que no había mucho riesgo. Las nubes oscuras inundan de sombra nuestra pequeña casa.


—Nasir, levántate. — Exclamó mi padre, apoyado sobre el diminuto marco de la puerta. Llevaba un dije plateado con forma de medialuna colgando de su cuello color ámbar. Encorvado, caminó hacia fuera para contemplar el cielo. —Esto es una mala idea. — Bufó con los brazos cruzados. Me asomé por el hueco de la pared sobre la mesilla de piedra. El sol se apoyaba plácido sobre el agua celeste del mar. Tomé la caña de pescar que me había hecho mi padre cuando era tan solo un niño. Estaba hecha de caña amarillenta, y su tanza era tan fina como un hilo de seda, toda una obra de artesanía.


—¿Estás listo, padre?—No iremos en el bote, pescaremos en la orilla, es lo más sensato. ——Está bien. — Por más que hubiera querido contradecir a mi padre, el tenía razón. ni él ni yo sabíamos si esta tormenta era tan intensa como el sacerdote había predicho.


Bajamos de a zancos por la enorme falla de la costa de la isla de Yasirdat Buina. Cada tanto, padre y yo nos limpiábamos las antenas, que se nos llenaban de polvo. Sin ellas, era casi imposible percibir las cosas, ver, oír, sentir. Dicen que quienes pierden una o dos de sus antenas, descienden a la locura y se vuelven hostiles con quienquiera que se les acerque. Creo que son sólo cuentos viejos de alguna de estas desoladas islas.


—Bien, todo parece ir perfecto. Nos quedaremos hasta que el sol se ponga. — Por más que no era lo que yo esperaba, que padre accediera a tal proposición me fascinaba. Nunca había sido el tipo de padre que escucha a sus hijos, pero no me puedo quejar, nunca me ha golpeado ni me ha dejado hambriento como castigo, como los niños que se acurrucan en la fuente de la plaza. Después de alrededor de una hora, lo miré desconcertado. —Padre, ¿por qué no hemos sido capaces de pescar ni un solo pez? — Pregunté, incrédulo. Si tan solo hubiera sabido.


Él no respondió, más bien estaba incluso más confundido que yo. —Nasir, en mis treinta años vi algo similar. — Se me heló la cara, a la vez que un hormigueo me recorría toda la columna. —Ya sabes que estas aguas son muy pobladas, pero... — Se quedó pensando un instante. —Hay algo que los debe estar ahuyentando, algo como... — Y miró hacia arriba.— No creerás que los peces se fueron por la lluvia, ¿verdad? — Sonreí vagamente, a pesar de que me temblaban mis rodillas.


Padre me miró fijamente, serio como piedra, como si hubiera visto su propia muerte. —Hay tantas cosas en este mundo que no sabemos, Nasir...— Me habló con calma. —Ahora, recoge las cosas y subamos al pueblo. — Y así fue. En un parpadeo agarré el equipo de pesca y las cañas, y caminamos monte arriba, para encontrarnos con el pequeño poblado de la isla.


Al llegar, las diminutas casas de arenisca, piedra y adobe estarían cubiertas por la fría penumbra del atardecer, sino fuera por los lugareños, que prendían las velas, expectantes por la tormenta. Las nubes negras como el alquitrán se izaron sobre nosotros en un abrir y cerrar de ojos. Las madres salían de sus casas para llamar a los pequeños. El sacerdote patrullaba las calles, anunciando una gran catástrofe.


Si bien era muy confiable y una gran persona, el sacerdote del pueblo parecía un bidun hayaat (sin antenas), revoloteando las manos, agarrándose la cabeza. Compartimos una mirada de confusión con Padre, y nos refugiamos en la casa, rogando que las susodichas predicciones fueran tan solo un disparate.

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⏰ Última actualización: Jan 18 ⏰

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