Maliciosos Bizcos

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Era una noche calurosa de primavera cuando Milo estornudó…

El sonoro sonido le vino desde los pulmones hasta la nariz, escapando en un grito desde la garganta, que la lastimó. Se quejó porque dolía, aunque podía soportarlo. Miró de soslayo al guardián de Acuario quien en ese momento desvió la vista hacia algún tabique del otro lado, porque no pudo enfrentarlo, no cuando él lo había causado.

La tetera, del otro lado, emitió el ruido propio de cuando el agua alcanza su máximo nivel de calor, así que Camus se levantó de la mesa sin expresar comentario alguno, mientras Milo se agazapaba aún más en la manta que el anfitrión había proporcionado para que se resguarde del frío en pleno verano. 

El galo no usaba abrigos o chamarras, así que no tenía nada que ofrecer, salvo una pijama azul cielo que Milo usaba en ese momento, y una cobija naranja que no era tan gruesa de todos modos.

Era una calurosa noche de primavera. Las flores reposaban en sus capullos hasta la alborada, y la luna se mostraba amplia en el firmamento azulado con un tono anaranjado. El calor fuera del templo Acuariano era soportable para todo aquél que estuviera acostumbrado a él, o que si quiera hubiese vívido bajo él, pero, para Camus, era desquiciante. No soportaba saberse envuelto por sudor, ni acomplejado por el mal olor que este despedía. Camus era demasiado propio y cuidadoso con su arreglo personal como para permitirse una situación como ésta.

¿Conclusión? A Camus se le antojó expandir el cosmo por el recinto y convertirlo en algo así como un iglú.

Habían quedado en verse esa noche, sin embargo el galo decidió cancelar los planes, por lo que Milo vió como única opción hacerle una visita sorpresa…

Milo nunca imaginó que al llegar a Acuario no serían lo labios de Camus quienes le darían la bienvenida, si no el hielo en el piso besando y lamiendo su trasero al resbalar por él, terminando su trayecto encerrado bajo una tonelada (exagerando) de nieve acumulada en un rincón y que eso lo llevaría a la cocina del templo, calentándose con una cobija, una pijama recién prestada, y el poco calor que su cuerpo produjera. Camus era un inconsciente –se dijo-. Primero al negarse a su encuentro nada casual, y después siendo un mal anfitrión. Si Camus hubiera ido a Escorpio como acordaron, en vez de cancelar la cita… 

Un Milo mental pataleó en su imaginación, frustrado.

Sus pensamientos se rompieron con la llegada de una taza de café ante su nariz.  

Elevó la vista: Hubiera querido fruncir los labios pero creyó que ese gesto bastaría para que Camus le echara del templo. Dejó de aferrar la manta contra su cuerpo, para apoyarla desde los hombros hacia toda la espalda y tomar entre sus manos la taza humeante pero sin el ánimo o el valor suficiente para degustar su contenido.

No le disgustaba el café, al contrario, en la casa de Mu lo disfrutaba con leche y vainilla, de Shaka no podía quejarse con ese ligero sabor a canela, Shura lo hacía de una manera diferente con un poco de licor, Camus, por el contrario, igual de diferente que su propio templo nunca empleaba azúcar o algún tipo de saborizante…

Suspiró derrotado. Tantos días juntos y el custodio de Acuario parecía no comprender que a Milo no le gustaba el azúcar… ¡La amaba! Desde los pasteles o galletas más sencillos, hasta los dulces más exquisitos. Fue un vicio que se desarrolló por culpa de Kanon cuando creyó que era Saga. La culpa de todo la tenía Aioros por hacerlo su niñero y Aioria por ser aquél duende juguetón y travieso que le obligó a robar los primeros diez… El gato parecía haber dejado el vicio después de perder la tercera muela, y aunque Milo había crecido y era cuidadoso con su salud y su aspecto, los dulces eran su más ferviente tentación después de Camus.

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