Tu inseguridad es absurda. Me hace reír por dentro en cuanto escucho tus tímidas palabras tratando de ser cruel o, dicho de otra manera, expresan lo que sientes. No me soprende. Como siempre, terminas mostrando debilidad entre entre lágrimas y te refugias en mis brazos en busca de consuelo.
Aquella mujer de la que tanto hablas, la conocí hace mucho tiempo, y desde que te la presenté hice que recordaras perfectamente su nombre a través de sus actos. Sus fotos, su risa, su comportamiento... Tal parecía que estaba bajo la palma de mi mano, pero lo que tú aún desconoces es que yo la despedí luego de añorar mi exquisita zona de confort.
Susurro algunas oraciones agradables para ti. "Está bien, no te preocupes..."; "Descuida, haré lo que sea por ti". Inmediatamente, te percatas de tu error: no es la manera de solucionarlo. Intentas poner un freno y dices las cosas claras; entonces yo también lo soy y respondo que esto sucede porque yo lo estoy permitiendo. "Esto" como una manera constante de ceder a lo que tú quieres solo para verte feliz. No es tóxico, por supuesto; podría cortarlo en el momento que considere excesivo.
Aún así, tu mirada parece dubitar incluso cuando el ambiente deja de estar tenso. Me miras con arrepentimiento y juras que no desconfías de mí, sino de aquella mujer, a quien yo siempre mencionaba con una sonrisa llena de sorna por nuestra evidente incompatibilidad. Bingo, no hay razón para desconfiar de mí. A ella no la veo desde hace mucho tiempo, pero ¿cómo te explico que ella existe solo para mí?