La voz de Omaira se escuchó en la radio haciendo que Manuel y Javier se exaltaran. Era la primera vez que oían la radio en cautiverio, costumbre que había cesado meses atrás debido a la cercanía del ejército. Javier no pudo contener las lágrimas. La alegría que sintió fue sublime... escuchar la voz de su madre después de casi un mes de cautiverio hizo que su corazón se resquebrajara pero también que la esperanza volviera a florecer.
Tulio Matías observó a los dos jóvenes y no pudo contenerse en preguntar si Javier era hijo único.
— Si — respondió el joven secando sus lágrimas con una manga del camuflado.
— ¿y tú? — dirigiéndose a Manuel.
-No. Tengo cinco hermanos y uno que murió en manos de los guerrilleros. Su rostro se acongojó al traer de nuevo los recuerdos. Nunca olvidaría la expresión de angustia en las caras de cada uno de los miembros de su familia el día que les confesó que ingresaría a las filas del ejército. De pasó les lastimó el corazón, enterándolos de la muerte de su hermano mayor.
— Había dicho que no se regalaría — le dijo la madre postrada en su silla de ruedas a causa de un Guillain barré.
— Eso, fue antes de enterarme de la muerte de Marcos.
— ¿Quién lo dijo? — preguntó el padre con una mezcla entre disgusto y abatimiento, mientras la autora de sus días con los ojos cerrados emitía gemidos de dolor.
— El periódico— contestó de forma rotunda y escueta sacando de su antigua mochila de colegio las hojas de un diario que contenía en primera página el rostro de un guerrillero asesinado por sus compañeros de cuadrilla al querer reinsertarse.
— Prestaré el servicio militar, me regalaré aunque estoy seguro que allá voy a conocer el amargo sabor que deja en el alma el consumo de agua molida y viento raspao.
Le dijo a su amigo, que recogía el último pepeo de café de la cosecha de septiembre que llegaba a su fin. Javier soltó la rama del árbol y apretando sus puños celebro el triunfo.
— Los hijos únicos no están obligados a servirle a la patria— le dijo Tulio Matías interrumpiendo sus pensamientosl
— No fui obligado, lo hice porque quiero progresar.
— ¿Progresar? — preguntó el senador asombrado.
— Si claro. Sin la tarjeta militar no se consigue empleo en la ciudad para poder ahorrar y así montar un negocio.
Entre tanto, las palabras de aliento y amor que Omaira le trasmitió a través de la emisora a Javier, hicieron que trajera a su mente penosos recuerdos de su niñez que tanto lo habían lastimado:
Un día cuando regresaba de la escuela al mediodía, la gritería que escuchó le hizo detenerse. El alboroto venía justo de dentro de las paredes de ladrillo que formaban la casa en la que creció felizmente consentido por la mujer que consideró hasta aquel día su madre biológica.
— ¡Es mi hijo, lo tengo desde que nació, usted no puede venir a quitármelo como si el niño fuera un objeto! — sollozaba Omaira.
—Javier no estuvo en mis entrañas, pero desde que usted me lo entregó lo he protegido, con todo mi ser. Ese niño es mi vida, jamás se lo daré! — gritaba desesperada.
— Pero su verdadera madre lo reclama — decía la partera que nueve años atrás había recibido en sus brazos a Javier.
Los sollozos del niño que estaba sentado en el piso con las piernas recogidas, apretándolas contra su cuerpo, alertaron a las dos mujeres, quienes salieron apresuradas.
— ¡No eres mi madre! — recordó que le gritó con rabia a Omaira.
— Claro que lo soy, hijo. Yo te amo.
Se levantó y en segundos huyó en medio de las primeras gotas de lluvia. Pensó en desaparecer mientras rompía el viento al correr. Omaira lo siguió sin importarle la tormenta que se acercaba.
La partera observaba impávida la escena. Ella siempre vio en Omaira las cualidades de una verdadera madre: buena, amorosa, valerosa y trabajadora, pero desafortunadamente no quedaba en cinta
— He quedado estéril como las mulas — le dijo llorando luego de salir de la vereda para hacerse un chequeo médico que resultó nefasto.
— Quiero hacerle un encargo. Si una mujer no quisiera tener a su hijo yo lo cuidaría con todo mi amor, mi esposo está de acuerdo — dijo melancólica.
Aquel hermoso deseo se cumplió, un poco tarde pero así fue. El día en que Omaira enterraba a su marido, la comadrona se asomó a lo lejos cargando un bebe en brazos. Ya no estaría más nunca sola.
La borrasca no cesaba, las nubes negras cruzaban con rapidez y la lluvia caía como aguijones sobre la piel de Omaira quien corría desesperada. Las lagrimas se confundían con el torrente de agua que escurría sobre su rostro y sus quejidos de dolor eran consumidos por los ensordecedores truenos que no paraban de resonar seguidos por los relámpagos que alumbraban el camino.
Empapado hasta los dientes, con el rostro masacrado por la angustia y el dolor, estaba Javier de pie abrazando el árbol de pomarrosas cuando Omaira lo encontró. Ese día llevaba la camisa de cuadritos verdes que le había comprado al cacharrero que pasaba constantemente por la región.
— Sabía que estabas aquí.
— ¡Tù eres mi hijo! — gritaba con el rostro descompuesto por el padecimiento.
Javier corrió hacia ella aferrándose a sus caderas como si nunca más quisiera soltarse. El corazón de Omaira sintió alivio y enlazando con sus brazos al que fuera desde siempre el amor de su vida, lo arrulló y besó tiernamente.
Un rayo caía sobre el árbol de pomarrosa partiéndolo en dos y chamuscando toda la vegetación a su alrededor. Madre e hijo aumentaron su carrera alejándose hacía la cuesta en donde se podía ver el caserío. La lluvia cesaba, el sol del atardecer tímidamente empezó a asomarse calentando nuevamente el gigantesco follaje mientras observaban su terruño en la lejanía.
— Ya no hay árbol — dijo Javier rompiendo el silencio. Recuerdo el día que lo sembramos. Me diste un beso en la frente y con ternura me dijiste que ese árbol sería tan grande como tú. Desde ese día nunca dejé de venir a verlo y cuidarlo.
— Apenas tenias tres años -recordó Omaira.
— Nunca olvidaré que eres mi madre — dijo aferrándose nuevamente ella.
El fogón estaba ardiendo y la partera sentada en una vieja butaca oía el ruido que hacían las chamizas al quemarse. Junto a ella una mujer lánguida estaba de pie, observando ansiosa la puerta que se abrió lentamente para dar paso a Javier y Omaira. La extraña mujer se dirigió hacia ella y mirándola detenidamente le dijo:
— ¡Gracias señora, que Dios se lo pague! Luego abrazo al niño con fuerza y saliendo del lugar se alejó para siempre entre la montaña.
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AGUA MOLIDA Y VIENTO RASPAO
AcciónAgua molida y viento raspao es la expresión del campesino colombiano cuando padece la escaséz... incluso, de afecto. Esta historia se desarrolla en las montañas de Colombia,durante el periodo de gobierno de la "Seguridad democrática " (2002-2010) E...