El silencio, ausente como los latidos de un corazón marchito. A sus tímpanos llega la profunda reverberación del dominio de una mente maldita; en ellos se aloja el eco de una cueva cimentada sobre el esqueleto de una criatura de grandes dimensiones. El muchacho tendido boca arriba en la superficie, flotando sobre un extenso lago carmesí oscuro, pareciera haber sido engullido de un bocado por la bestia. Su rostro permanece completamente pálido: es un blanco que representa la pureza sin mancha o la muerte que acorrala su alma, todavía sin darse el lujo de tocarla. Sus ojos rasgados se niegan a abrirse. Él quiere creer que su suposición no es correcta, que todo forma parte de una pesadilla, pero la familiar risa ajena lo obliga a enfrentarse al paisaje tenebroso. Lo que ve primero son los grandes huesos vertebrales de una columna colosal que cuelga encima de él a unos cuantos metros del suelo, gruesas costillas extendiéndose a lo largo del lugar semejantes a los barrotes de una prisión. El ambiente en este lugar es en realidad gélido como un paraje invernal, para nada cálido como lo sería el interior hueco de un animal.
Pese a ser la primera vez de Fushiguro Megumi en este macabro territorio, su conclusión es definitiva: se encuentra en algún rincón de la mente de Sukuna. Megumi recuerda con todo detalle, con el vello erizado cual gato negro enojado, que dicha maldición ha decidido tomar posesión de su cuerpo.
De repente, todo su organismo convulsiona. La caja torácica sube y baja violentamente como si quisiera expulsar aquello que está dañando su corazón y consumiendo su vida de a poco. Este estado dura un instante, apenas dos segundos, y termina cuando finalmente escupe una bocanada de sangre. Las salpicaduras tiñen de rojo sus labios descoloridos, finos hilos de sangre deslizándose por su mandíbula. Al mismo tiempo empiezan a formarse bajo las esquinas de sus ojos verdosos las marcas del desastre. Tienen forma de media luna, asimilándose más a dos cicatrices intencionadas que a los ojos cerrados de Sukuna grabados en su carne y expuestos sobre la piel como una huella de conquista. Sin embargo, Megumi no puede verlas.
Aunque cada una de sus extremidades se siente más rígida que de costumbre, su espíritu es agitado por la necesidad de enfrentarse a la maldición. Entonces, el muchacho decide rodar y colocarse de lado, sus brazos trémulos ejerciendo fuerza contra la superficie para erguirse. Las manos desaparecen hundidas bajo el líquido oscuro que sumerge el suelo de este lugar, pero de alguna manera no llega a mojar o ensuciar su piel. La sensación es irreal, como si se tratara de una alucinación. Megumi ignora esto sin detenerse ni un segundo más, y no tarda mucho en arrodillarse y levantarse. Se encuentra, ahora, de pie frente a un cúmulo de cráneos de toro. Las cuencas vacías de las calaveras apiladas parecen estar observando cada uno de sus movimientos, advirtiéndole que no cometa ninguna estupidez. Él frunce el entrecejo. Su espalda permanece un poco encorvada debido a las punzadas que martillean su pecho, pero aun así se esfuerza en alzar la cabeza hacia la cima de la montaña de cadáveres. Sus ojos arropados por la indignación se centran en la figura sentada sobre los escombros de una matanza, y el sabor metálico de la sangre se hace todavía más presente en su boca.
Megumi aprieta la mandíbula, un nombre conocido escapa a regañadientes de su garganta.
—Sukuna.
La criatura peligrosa que acaba de mencionar es ahora idéntica a él en apariencia pero completamente distinta en todo lo demás. Está vestido con un kimono blanco holgado, sentado perezosamente sobre un trono creado a partir de huesos. En su semblante se aprecia una huella notoria de aburrimiento, además de un aura similar a la de un rey sanguinario que sólo ve hormigas donde hay humanos. Tras unos segundos de silencio entre ambos, Sukuna sólo pregunta:
—¿Te ha gustado mi sorpresa, Fushiguro Megumi?
Entonces, una sonrisa extraña se dibuja en sus labios. Es una expresión que Megumi ya ha visto anteriormente en el rostro de Itadori Yuji: fue cuando peleó con Sukuna por primera vez. Burla, ironía, diversión. Megumi reconoce el deleite de Sukuna frente al desastre que ha causado; sus ojos sonríen también, brillando con peligro. No ha olvidado que esta maldición disfruta de arruinar la mente humana y destrozar a las personas por placer, así que intenta mantenerse firme ante él. Sin embargo, ahora se encuentra en un estado bastante débil y confuso en el cual hasta un mísero toque podría hacerlo flaquear.
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La bendición de Sukuna
FanfictionUna pequeña charla (amorosa) dentro del dominio innato de Sukuna.