Capítulo 1: Eterna espera

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En la vastedad cósmica, Alex, el astronauta, se mantenía de pie en un rincón olvidado del universo

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En la vastedad cósmica, Alex, el astronauta, se mantenía de pie en un rincón olvidado del universo. El planeta, similar pero extrañamente distinto a la Tierra, se extendía ante él con hierbas altas que mecían sus secretos en el viento intergaláctico. Sostenía con ternura un ramo de flores amarillas, cuyos pétalos temblaban con la promesa incumplida de un amor que desafiaba las leyes del tiempo y el espacio.

El suelo rugoso del planeta se convertía en el testigo silencioso de su espera, marcada por días que se deslizaban como capítulos infinitos de una historia sin final. Las hierbas altas, mecidas por una brisa ajena, eran como los compases de una melodía triste que acompañaba la soledad de Alex. En cada momento de quietud, las metáforas del paisaje resonaban con la tristeza de un amor que aguardaba en un rincón olvidado del cosmos.

Las hierbas, altas y sinuosas, se asemejaban a los obstáculos que la vida imponía en su camino. Cada hoja ondeaba como una incertidumbre, y el astronauta se encontraba inmerso en la danza lenta de los dilemas no resueltos. El suelo, áspero y firme, reflejaba la solidez de su compromiso, incluso cuando el destino parecía desvanecerse en la lejanía.

Alex, con el casco que reflejaba la intensidad de sus pensamientos, observaba el horizonte como si buscara respuestas entre las estrellas distantes. Las flores amarillas, aunque marchitas por el implacable paso del tiempo, conservaban la esencia de un amor que no conocía barreras. Sus dedos acariciaban los pétalos, como si pudieran extraer la eternidad de aquel instante efímero.

La espera se había convertido en una sinfonía de emociones, donde cada suspiro del viento hablaba el idioma de la añoranza. En la penumbra del crepúsculo espacial, Alex seguía inmóvil, una figura solitaria aferrada a la esperanza. La historia del astronauta perdido en la eternidad de su espera se escribía en cada rincón de aquel planeta, donde las hierbas altas y las flores marchitas compartían la tristeza de un amor suspendido en el tiempo.

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