﹙#:00﹚┆INTRODUCCIÓN.

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“...y un corazón que no era el suyo, pero estaba roto”.
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Devilk

LA oscuridad de la habitación era absoluta, hasta que el tono de llamada comenzó a sonar y la pantalla del celular encendió, iluminando su rostro; estaba durmiendo hasta ese momento. Ni siquiera vaciló en agarrarlo. «Madre», dijo al atender, de manera tan distante que la palabra se desvaneció en la negrura del cuarto. La mujer habló despacio, y de forma aún más frívola:

—Te dije que en algún momento ibas a despertar, y a partir de ese entonces tendrías los días contados, Devilk.

Él no cambió su expresión.

—Entiendo.

Sé que estás en Bahamas. Te esperaré en el helicóptero, dos de la tarde.

—¿Qué pasará conmigo...?

Solo haz lo que debas hacer, esto fue lo que tú decidiste.

—Espera —dijo rápido. Al ver que realmente no finalizó la llamada, le preguntó:— ¿Qué harás cuando yo muera?

Ella tardó más de lo normal en responder, pero lo hizo sinceramente:

—Por fin seré feliz —dijo y colgó.

El balde de agua helada cayó en picada sobre su cabeza. Se preguntó cómo pudo tener esperanzas de oírla disculparse. Esa frase tan cortante fué dolorosa para él, pero no demostrar sentimientos era la regla número uno del tablero.

Su torso estaba desnudo y, por su trabajo, también estaba entrenado. Tenía una cicatriz que comenzaba en la esquina de la mandíbula derecha, y se iba ensanchando a medida que bajaba por su cuello, afinando nuevamente al culminar en la clavícula.

Se levantó descalzo, pisando con sus talones los jeans negros que le quedaban grandes. Cogió una botella de vino del frigorífico y salió al balcón. Los tonos azules del amanecer coloreaban el cielo, por eso sus ojos verdes y las imperfecciones de su cara resaltaban más que nunca. La brisa golpeó su rostro neutro, su torso y sus rizos oscuros. Tomó un sorbo de la botella, mirando la playa a lo lejos. Siempre desde lejos.

En ese momento odiaba todo, a todos, y se odiaba a sí mismo. Quería compañía y estar solo. Quería morir en vida. Quería dejar de existir, pero a la vez no perderse de nada.

Bebió un sorbo más. ¿Qué podría hacer para que el sufrimiento cesara?

Observó el azúl del mar, era relajante. ¿Acaso tenía que acabar con su propia vida para liberarse?

Otro sorbo. No, era inútil intentar matarse, simplemente no podía.

No había olas grandes, pero se oía como las pequeñas chocaban contra las rocas. ¿Debió heredar la atadura, condenar a un hijo propio?

Un sorbo más largo. ¿Será que el dinero vale más que la vida de un familiar, y él estaba equivocado al pensar que no era así?

Las gaviotas volaban de un lado a otro, odiaba el ruido que hacían. A papá le gustaban, ¿por qué tuvo que morir?

Otro sorbo, una lágrima y una caricia en la mejilla para secarla. ¿Alguien alguna vez lo verá como una persona?

Por la arena caminaba una pareja adulta, dejaban sus huellas. Sus labios se torcieron, aunque intentó contenerlos. Controlar las emociones era su principal virtud, pero en ese momento se volvió inestable.

Un sorbo algo poco amargo. Le estaba doliendo tanto, ¿acaso debería llorar para desatar ese nudo en su garganta?

Sollozos, una mano cubriendo sus ojos, gotas saladas resbalando por sus mejillas —ahora coloradas— hasta su mentón, y el deseo de morir allí mismo. Todo eso acompañado de una botella de vino vacía, y un corazón que no era el suyo, pero estaba roto.

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