Capítulo IV

4 0 0
                                    

Tras aquella noche los encuentros se hicieron numerosos y con numerosas mujeres. Ranza, Salvina, Amarethas, Veridunia, Franilaia, Eleniesa, Politrethas, Klinetras, Lidibas, Xumeritzas... y otras muchas más de las que ya ni recuerdo sus nombres. Sin querer sonar fanfarrón, mi fama de buen amante se propagó tan rápido que cada vez más y más mujeres querían matar su curiosidad al respecto. Y yo, como podéis intuir, disfrutaba de la situación.

 La discreción se fue disipando, tanto por parte de las trabajadoras como por mis propios descuidos, y los trapos sucios vieron la luz. De manera inconsciente mi deseo por Arza casi se había apagado como una lampara sin aceite, ya casi no teníamos encuentros y, cuando sucedían, eran insípidos. No quedaba entre nosotros más que el acuerdo entre nuestras familias. Con toda la vergüenza que sentía le confesó a su madre nuestros encuentros de los primeros años y que ya no era lo mismo. Esta noticia llegó a "La Torre de Mando".

Una mañana mientras me tomaba el desayuno un mensajero agitado golpeó repetidas veces mi puerta y me entregó una carta. Me citaban arriba ese mismo día para declarar. La carta era clara; debería responder por mi honor y el de la que aún era mi prometida y debía ser convincente si no quería ser castigado. 

Era la primera vez que franqueaba la entrada de "La Torre", pero de torre no tenía nada. ¿Lo que si era? Un malgasto innecesario de materiales y suministros para demostrarse entre ricachones su posición. Fuentes con agua clara cada pocos pasos, caserones de piedra pulida y con decoraciones exageradamente enrevesadas y ventanales de vidrios coloreados, flores frescas en cada alfeizar, esculturas y, al fondo de un camino delimitado por guijarros de pizarra, un inmenso palacio de cuarzo que  deslumbraba a pesar de la oscuridad del interior de la montaña.

Y ahí, en esa preciosidad de lugar que derrochaba poder y dinero, yo tendría que explicar mis escarceos. Nada más llegar me escoltaron a un calabozo en el que debería esperar a ser llamado, estaba solo y no era de extrañar. Es muy inusual que alguien lleve la contraria a las normas y tradiciones de este sistema. La espera fue larga y extrañamente buena. Estaba solo, en silencio, llegué a tal punto de paz que casi me quedo dormido en la celda. Pero una doncella, supuse que cadete de la guardia por su uniforme, vino a buscarme. Me puso los grilletes y me guio hasta la sala del tribunal. Tuve que reprimir mi sonrisa lasciva al notar como me tiraba de mis ataduras durante el camino. La muchacha abrió la puerta y me hizo pasar. Nada más entrar cerró la puerta tras de mi y no volví a verla nunca más.

Al entrar vi una sala mucho más pequeña de lo que esperarías de un edificio tan ostentoso. Al recorrer la estancia con la mirada vi una gran mesa de madera maciza decorada con filigranas de plata. Esta imponente mesa estaba presidida por ocho personas, cinco hombres y tres mujeres. Los jefes y las jefas de cada uno de las familias pertenecientes a "Los Tres Poderes". Todos y cada uno de ellos me miraban con desdén y desaprobación, aunque lo intentasen disimular.

-Acércate, Prakash.- Dijo la mujer que presidía la mesa.

Yo, de forma serena, obedecí.

-¿Sabes por que te hemos citado en este tribunal?- Prosiguió.

-Sí, mi señora.

-Pues comencemos.

Tras un arduo interrogatorio en el que tuve que explicar todos y cada uno de mis escarceos, me volvieron a encerrar en la celda durante la deliberación. Volví a sentir un remanso de paz al encontrarme durante horas en el más absoluto silencio. En "El Candil" siempre hay ruidos o desprendimientos, no lo percibía hasta que experimenté el verdadero silencio de aquel calabozo. Pasé allí la noche y a la mañana siguiente se repitió el proceso. Grilletes, recorrido, puerta, sala del tribunal.

-Ha sido complicado ponernos de acuerdo, pero hemos llegado a un veredicto.- Dijo un hombre muy mayor, tanto su pelo como su larga barba eran de un blanco impoluto.

Mis músculos se tensaron y mi respiración se agitó, aún no entiendo que sentimientos se apoderaron de mí, pero fueron muchos.

-Dado tu nombre y tu falta de antecedentes no serás expulsado, solo sancionado.

Me relajé, pero me sentía decepcionado. Todo sería más fácil si me hubiesen echado. Ahora entiendo que, para la colonia, era mucho más rentable el castigo.

-Primero, tu compromiso se romperá y pagarás una indemnización tanto a la joven como a su familia.- Prosiguió.

Asentí con conformidad, supuse que sería una de las medidas.

-Después, serás privado de tu puesto y estatus. Volverás a tu antigua morada, pero ocuparás un puesto de peón en la fundición. Tendrás el día de hoy para recoger tus pertenencias y mudarte.

Recordé mi colección de pepitas... 

-Tómate estas medidas como una advertencia, hijo. No toleraremos más problemas.

Y eso, me lo tomé como un reto personal. 

Fingí pesadumbre de la que me iba del lugar, pero para mis adentros planeaba como podría causar tantos estragos como para que me sacasen de este agujero en la tierra. Para cuando llegué a mi casa, al menos durante unas horas más, ya tenía claro que iba a hacer todo lo posible por causar estragos en esta secta de barbudos.

Empecé a recoger mis cosas de la casa que perteneció a mi familia durante siete generaciones, rocé ese árbol del marco de la puerta de mi cuarto de la infancia.

-Si me voy quiero que esto se venga conmigo.- pensé.

Con cuidado rebané la madera y me hice con esa pequeña reliquia familiar. Al amontonar mis pertenencias en la entrada fui a mi escondite. Bajo una tabla suelta del suelo, bajo mi mesita de noche, fui acumulando pepita a pepita un buen montón de oro. El reloj quedó pequeño hace tiempo. Contabilice todas y cada una de las pepitas que tenía acumuladas.

2.567

Por una pepita de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora