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Camila.


Salgo de la consulta con algo parecido a ilusión retumbando en mi pecho. No, no es eso en realidad. Hace tiempo que dejé de tener anhelos. Pero resulta raro no irme rectamente a casa un viernes por la noche para quedarme horas y horas dándole vueltas a lo mismo, preguntándome «qué hubiese pasado si…», pensando en todas las alternativas posibles.

Tal como prometió, Lauren está esperándome. Tiene la espalda apoyada en la pared de ladrillos
del edificio y ha debido de ir al coche para cambiarse de ropa, porque en lugar de la blusa y la corbata aflojada que usa para trabajar, ahora lleva una blusa blanca y lisa.

Ni siquiera soy consciente de que le estoy sonriendo hasta que ella me mira de un modo significativo, como si no lograse captar mi actitud. Es lógico, porque ni siquiera yo misma sé que estoy haciendo, ni qué siento, ni qué nada… todo es tan confuso… un montón de ideas enmarañadas
que he dejado de controlar y ordenar.

—¿Nos vamos?

—Claro.

Caminamos juntas y en silencio hasta el paseo de la playa. La brisa es cálida y agradable y arrastra tras de sí ese aroma salino a mar que adoro desde que era solo una niña. Lauren permanece pensativa mientras contempla el lugar: los puestos hippies de venta ambulante y la gente que ríe y habla en un tono excesivamente alto. Siempre me gustó de ella que no gritase, que hablase de un modo casi susurrante, suave, incluso a pesar de tener una voz un poco ronca.

—¿En qué estás pensando? —pregunto.

Me mira distraída.

—En nada.

—Vamos, dímelo.

—En el atardecer. Siempre me trae recuerdos de cuando estuvimos en Ibiza —esboza una sonrisa ladeada que se esfuma tan rápido como aparece—. Hacía mucho tiempo que no me paraba a ver cómo el sol desciende… —se frota el mentón con la palma de la mano, aún reflexiva.

Pasamos dos meses increíbles en la isla. Yo tenía veintitrés años y acababa de recibir mi primer
encargo importante: unas instantáneas para un hotel que estaba a punto de inaugurarse y que se
difundirían a nivel internacional, junto a otras fotografías del entorno y las calas más próximas.
Lauren todavía estaba en trámites para abrir su empresa y decidió acompañarme.

Fueron días de dejarnos llevar, de plantearnos tan solo quiénes queríamos ser en ese preciso
instante. Sin pasado. Sin futuro. Solo presente. Alquilamos una motocicleta con la que íbamos a todas partes, recorrimos las playas más conocidas y encontramos rincones perdidos. Comíamos a cualquier hora y a menudo perdíamos la noción del tiempo y nos acostábamos cuando salía el sol, después de pasar horas y horas charlando de quién sabe qué. Al despertar, tenía la costumbre de bajar a la calle con el café con leche en la mano para darles las sobras de la cena anterior a los gatos que vivían
bajo el apartamento que teníamos alquilado. Y pasado un rato, Lauren se asomaba al balcón y se quedaba allí fumándose un cigarro (porque por aquel entonces fumaba), y mirándome sonriente hasta que apagaba la colilla y me pedía que subiese de una vez para dar comienzo a un nuevo día.

—Lo recuerdo. Todas las tardes veíamos el atardecer… —murmullo tras unos instantes de silencio—. ¿Quieres que lo hagamos ahora? —Siempre quiero contigo.

Pongo los ojos en blanco mientras nos desviamos hacia la derecha del paseo de la Malvarrosa y saltamos el muro bajo que delimita la zona de la playa. Me quito las sandalias y hundo los pies en la calidez de la arena.

—¿Por qué has puesto esa cara? —Lauren parece divertida.

—Porque la frase que acabas de decir no tiene sentido.

Tempesta  (Adaptación a Camren  G!p) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora