1. Helena Docena

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Me apoyé en la pared para deslizarme hasta el suelo y sentarme con las piernas cruzadas

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Me apoyé en la pared para deslizarme hasta el suelo y sentarme con las piernas cruzadas. Entonces, extraje la navaja de mi bolsillo derecho. Siempre podía contar con mi fiel compañera. Solo un objeto inanimado sería incapaz de abandonarme.

Acerqué la hoja a mi rostro para acariciar su filo con la punta de los dedos.

—TERCERA Y ÚLTIMA LLAMADA... —el estruendoso altavoz interrumpió mi trance.

Suspiré resignada.

La asamblea general de principios de curso estaba a punto de comenzar y no podía importarme menos. Asistir sería la decisión más prudente. Era mi primer año en la Academia Serenidad, ¿por qué comenzar con el pie izquierdo? Bueno, técnicamente, este sería mi único año en el instituto: mi último año de secundaria. Y ese era el problema.

El gran corredor junto a los casilleros guardaba absoluto silencio. Al fin estaba sola. Desde hace mucho ansiaba un poco de tranquilidad. Los últimos días habían sido demasiado molestos y ruidosos. A duras penas podía escuchar mis pensamientos entre el incesante cacareo.

Era la semana de ingreso, cuando los alumnos retornaban al campus tras el receso veraniego y el recinto cobraba vida. Por lo general, la algarabía adolescente no solía irritarme. Todo lo contrario. Chistar y alborotar en los pasillos es justo lo que haría con mis amistades en el regreso a clases habitual. Pero este no era un regreso a clases habitual y aquí no tenía amigos. No conocía a nadie salvo mi compañera de cuarto.

Ningún adolescente soñaba con mudarse a un colegio nuevo poco antes de graduarse —especialmente si ese colegio era un internado, varado en medio de la nada, con terrible recepción de Wifi— y yo no era la excepción. Por otro lado, a diferencia de otros adolescentes, yo, Helena Kloosterboer, estaba loca de remate. O al menos esa era la teoría más aceptada.

Las voces me visitaron por primera vez a los seis años. Las sombras llegaron a los ocho cuando mamá se fue.

Ya no me molestaban tanto como antes. Aprendí a silenciar el bullicio intruso en mi mente a fuerza de golpes. Metafóricos y literales. El coctel de medicamentos más reciente también ayudó bastante. Tras años de servir como conejillo de indias para un sinnúmero de psiquiatras desconcertados, uno de ellos por fin dio en el clavo.

Ahora, la única voz que me atormentaba era la propia. Ni el más potente de los fármacos había conseguido extinguir el suplicio de mi monólogo interior. Las pastillas podrán mitigar tu tristeza, pero no te quitan las ganas de morir.

Remangué despacio la incómoda blusa del uniforme para exponer mi antebrazo izquierdo. El mar de cicatrices lucía como un paisaje montañoso e invernal. Venas azuladas destacaban bajo la topografía de mi piel.

Mi palidez era vergonzosa. Entre el millar de cosas que me negó mi madre, al menos la melanina había sido involuntaria. Aún así, parte de mí se planteaba la cruel posibilidad de que ni sus genes quisieron relacionarse conmigo.

Academia SerenidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora