Diario de Eeris: Posguerra. *Canon*

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»Quiero dar testimonio y prueba de que este hombre existió.

En el futuro alguien leerá este documento y comprenderá el porqué de muchas religiones que, no me cabe duda, nacerán a raíz del milagro que obró un solo hombre. No un milagro porque hiciera algo imposible. No un milagro porque sea inexplicable. Obró un milagro que todos podemos alcanzar, pero que nadie tiene el valor de afrontar, una altura que nos da pereza descubrir.

Cuando las guerras de nuestra reina y nuestros príncipes terminaron, Arelia era era un caos. Los civiles pagamos los platos rotos por nuestra ignorancia y dependencia y, sobre todo, fe. Dependíamos demasiado de esta paz idílica y temporal, como era de esperar.

Hay quienes dicen que esta paz fue rota precisamente por nuestra reina, por lo que inició en las tierras áridas. Yo no lo sé; nadie con vida lo sabe. O eso pensamos todos.«

Un golpe repentino distrajo a Eeris e hizo que se agitara en su asiento del carromato tirado por dos equinos de fuertes patas y dedos como rocas. Se apoyan sobre sus nudillos en el suelo, revestidos por una capa de quitina similar a la del hueso, pero más dura. Antaño caminaban con un guantelete de hierro que hacia más ameno su camino, pero aquí no hay herreros. Las bestias agitan sus cuatro colas y retraen las patas en señal de molestia.
»La rueda trasera izquierda se ha salido de su eje« se cerciona Eeris, retirando la boina y pasándose la mano por una capa rapada con hoja y sudorosa. El calor comienza a picar y los días son verdes y azules con los tonos alegres de la estación fértil.

El jinete llega y con la ayuda de Eeri montan de nuevo la rueda y la ajustan para que no escape de su lugar. »Durará un día más«.

De nuevo en su asiento y con la marcha reemprendida, Eeri continuó escribiendo en su cuaderno papiro improvisado con piel y cuerda. El bote del carro, el canto de las aves y los insectos, el mecer de las ramas y la hierba. Todos esos sonidos componían la melodía que oxigenada el corazón de Eeri. Antes de empezar a escribir y en cada pausa tomaba una larga bocanada de este su néctar y lo ayudaba a poner en orden sus ideas.

» Los únicos que no participamos en las batallas ni en las conquistas ni en las defensas fuimos los pueblos de la zona exterior del reino. No participamos como soldados porque éramos miembros irremplazables de la sociedad al ser quiénes comprendían los oficios mejor que nadie, y habíamos de ser preservados. Pero aquellos que vivían en un perímetro dentro de nuestro límite sí se ofrecieron a aprender la espada, la lanza y cualquier arte para matar enemigos. Prostitutas, panaderos, herreros, maestros. Prácticamente la totalidad de la población acudió.

Y por supuesto, acudieron los caballeros. Altos, marciales, entrenados y fuertes. Eran nuestro objeto de admiración por debajo de los príncipes y nuestra amada reina. Eran nuestra esperanza contra los terrores que crepitaban fuera de la sociedad. Qué lástima que regresaran convirtiéndose en parte de nuestros miedos.

Cuando volvieron no eran iguales. Zafios, mezquinos, arrogantes, violentos, sedientos de carne en su forma sexual y de la sangre en un combate de cualquier índole. Se convirtieron en monstruos, y nos exigían diezmos y pagos y alojamientos que la reina no había firmado ni acordado. Algunos campesinos murieron al oponerse.

Cuando casi se había convertido en costumbre el maltrato por parte de nuestros ángeles... llegó él, acompañado por una misteriosa mujer. La mujer era extraña, pero quien más llamaba la atención por mucho era el hombre. No era alto. No era fornido. No era rudo ni fuerte. No le interesaba el placer ni tampoco levantaba la voz. Su tono era de un neutro melodioso que endulzaba los oídos y hasta podías saborear. Cuando te miraba sentías un mar en calma y por debajo de las aguas una de fosas abisales que escupen burbujas hacia la superficie. Vestía siempre una capa provista de capucha que lo ocultaba cuando trataba con un caballero, y siempre lograba que estos se fueran o los expulsaba con una destreza en las manos que negaba cualquier combate. Desprendía un haz extraño a su paso, como polvo brillante o la cola de un cometa, apenas perceptible, que se desvanecía y apenas se podía ver; lo mismo con su acompañante, quien extrañamente se mosyraba resgia a destapar su cara, pero de cabello rojizo intenso como pudimos ver en los mevhomes aue escapaban.

Estaba claro que venía de otro lugar. Y no me refiero a otra villa, otra ciudad, otro de los reinos destruidos como son todos ahora. Otro lugar.

La mujer permaneció apenas dos días aquí antes de esfumarse por completo, pero el hombre se quedó por varias semanas más. Nos contó tras su llegada que algunos príncipes habían muerto. Epharos, Taerira, Ilpherio. Los tres habían sido confirmados muertos en batalla, pero los cadáveres de Taerira y Epharos no habían sido encontrados. Y lo que es peor aún: Valgrim, Urbelliam, la Dama Iris, los pretorianos y caballeros reales... Todos desaparecidos junto con la reina dorada.

Las noticias eran terribles. La sociedad tal como se conocía, dividida en reinos, pero sociedad al fin y al cabo, había quedado reducida a ciudades destruidas, quemadas y vacías de vida. Todos perdieron. Aunque no nos contó en ese momento que la causa de que todos perdieran fue exterior a Arelia. Pese a ello, este hombre hizo todo lo posible por reestructurar los destrozos de nuestra villa tras el paso de los ejércitos y, posteriormente, de los caballeros corruptos. Nos enseñó métodos nuevos para cultivar la tierra y cocinar los alimentos, materiales más resistentes, remedios a enfermedades. Fue como un si un Dios milagroso, quizá la reina misma, pues desprendía un aroma similar, hubiera acudido a nosotros.

Nos pidió que nos reuniéramos con los demás pueblos circundantes y les contáramos lo que había ocurrido. Que nos uniéramos y reconstruyamos el reino, pero esta vez sin iniciar una guerra. Esa fue la única vez que lo escuché reírse. Y es curioso, porque ninguno de nosotros recuerda su rostro«.

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