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Supo que estaba perdido desde el momento en que posó sus ojos en él.

Nadie confiaba en que aquel muchacho de facciones delicadas y aspecto frágil pudiese llegar a ganar la cloth de Piscis, y, sin embargo, allí estaba, mirando entre sus pestañas tupidas al pobre desgraciado que ahora yacía con una rosa sangrienta en su pecho. Su brazo aún estaba extendido hacia él, los dedos cayendo en una postura grácil y su otra mano a la espalda. La figura del joven era digna de ser esculpida en mármol, la perfecta muestra de compostura y elegancia.

Sería injusto calificar aquello como una pelea: Afrodita simplemente demostró que Piscis tan solo podría vestirlo a él.

Su entrenamiento había sido uno a puertas cerradas y de sumo cuidado, dada la naturaleza de los ataques del doceavo caballero: aquella era la primera vez que Afrodita se mostraba públicamente ante el Santuario y sus nuevos compañeros.

Y al verlo, Saga pudo entender por qué el maestro lo había mantenido tan recelosamente resguardado de las miradas de los demás.

Él sintió lo mismo en el instante que pudo tenerlo cerca, de rodillas frente a él mientras realizaba su labor de Patriarca y lo nombraba oficialmente, con los demás caballeros rígidos y en posición a sus costados; lo sintió cuando su mano descansó sobre la coronilla de la que caían prietos rizos turquesa para indicarle que se alzara y se preguntó cómo sería pasar sus dedos entre esos mechones; lo sintió al cruzarse sus miradas, la de él acompañada de una diminuta sonrisa en esos labios rosados y carnosos, y pensó en cómo sería probarlos, si habría un carmín que correr o si ese era el color que por naturaleza portaban.

Si el Santuario era su jardín de juegos, Afrodita de Piscis era la más hermosa de todas las flores, abriendo sus pétalos frente a él para permitirle inhalar su exquisito aroma y apreciar sus colores.

Quizás su veneno lo terminaría matando, pero para entonces, él ya le habría arrancado del fértil suelo del que se nutría.

El maestro de Afrodita había sabido del poder de su mera existencia, de lo que era capaz de provocar, así que no lo había dejado ir hasta cerciorarse de que el oro lo protegía y que la última casa era su refugio. Si Saga hubiera estado en su lugar jamás lo habría dejado ir: atraparía a la rosa en una cúpula de cristal para poder admirarla por siempre y evitar que otros tratasen de tocarla.

Saga no era estúpido y tampoco ajeno a sus propios encantos, y si algo lamentaba de las vestiduras papales, era tener que ocultar la que sabía cómo una muy atractiva apariencia. Los años habían pasado por él y las canas no tardaron en hacer acto de presencia en sus casi cuatro décadas, trayendo la duda a su frágil ego, temiendo que se le desvaneciera esa belleza sin haberle sacado más provecho.

Le sorprendió, pues, que aun vestido como estaba y con la responsabilidad de Patriarca supuestamente anciano sobre sus hombros, Afrodita le contemplase con el mismo hambre que de saber a ciencia cierta que, debajo del oro y las telas, había un hombre muy lejano a la imagen que daba y al que poder devorar. Uno que luchaba contra sus propios instintos, contra sí mismo, para no tomar esa rosa que se presentaba ante él y deshacerla con su puño.

Afrodita era obediente, un excelente guerrero y caballero que ocultaba un peligro mortal bajo su piel de porcelana y gestos suaves. Era, también, el más joven de sus caballeros, al menos hasta que Aioria se hiciera con la cloth de Leo. La culpa lo atenazó por un instante al sentirse atraído por alguien sustancialmente más joven que él, sin embargo, con todo lo que había hecho hasta ese momento, fantasear con hundir sus dedos en la que creía sería la tierna piel de Afrodita era lo de menos.

Como guardián de Piscis y el más cercano al templo del Patriarca, se encontraba en muchas ocasiones con que Afrodita simplemente lo visitaba bajo la excusa de patrullar; después se convirtió en llamados de intuición; y finalmente, en que tan solo deseaba estar en su presencia divina.

La flor más bella del jardínDonde viven las historias. Descúbrelo ahora