ocho

902 79 0
                                    

—Quizás deberías quedarte una semana más —sugerí, removiéndome nerviosa en mi cama.

Mi padre estaba terminando de hacer la maleta. En tres horas salía su avión para volver a casa. Dejó de forcejear con la cremallera y se acercó a mí, quedando de cuclillas frente a mí.

—Cielo, ya llevo aquí dos semanas. Dentro de poco os vais a marchar a Uruguay. Yo tengo que volver ya a casa.

—Podrías quedarte hasta que nos marchemos a Uruguay...

—Domaris. ¿Qué pasa?

—No pasa nada —negué rápidamente—. Me gusta tenerte aquí.

—Sabes que yo voy a estar bien, ¿no? No tienes que preocuparte por mí.

Ya, bueno. Decirlo era más fácil que hacerlo.

—Sí, lo sé... Me llamas cuando llegues, eh.

Sonrió y volvió a terminar de cerrar la maleta. Cuando le vi subir al taxi que le iba a llevar al aeropuerto, yo sentí que se me encogía el pecho. Pensé que esa sensación se iría a lo largo del día, pero no fue así.

En los siguientes días me centraba en prepararme para las últimas escenas en Sierra Nevada. Pasaba bastante tiempo sola cuando no estábamos grabando. Pero cuanto más tiempo pasaba, esa sensación de angustia que noté cuando se fue mi padre más crecía. Tenía una sensación muy desagradable en el cuerpo todo el rato. Y la gente no tardó en darse cuenta. Todos me preguntaban todo el rato, intentando ayudarme. Yo siempre respondía igual.

—Estoy bien, Agustín.

—Apenas probaste la cena.

—No tengo mucha hambre.

—Ayer te tiraste la misma.

—Dios, Agustín —me quejé, dejando el tenedor sobre el plato.

—Tenés que comer un poco más —se sumó a la conversación Esteban.

—¿Podéis dejar de tratarme como si fuera una niña?

—Solo queremos cuidarte.

—No hace falta. Porque estoy bien.

—Domaris —me llamó Matías.

—¿Qué?

—Vení —dijo sin más, levantándose de la mesa.

—¿A dónde?

—Vení —se limitó a repetir.

Le seguí de mala gana, dejando al resto observándonos desde la mesa. Salimos del comedor, quedándonos en mitad de un pasillo apartado y vacío.

—¿Qué pasa? —insistí.

Desde su altura de casi unos diez centímetros más bajo que yo, me sujetó con fuerza por los hombros y me miró a los ojos, con un semblante serio.

—Dejalo ir.

Fruncí el ceño, confundida.

—¿Que deje ir el qué?

—El dolor. Dejalo ir. Soltalo.

—Matías, te digo que estoy bien...

—Y yo sé que no lo estás. Tenés que sacarlo de dentro, Domaris. Dale, hacelo.

Negué con la cabeza, apartándole la mirada. Se me estaba empezando a revolver el estómago.

—Matías, déjalo.

—No, ¿sabés por qué? Porque yo te banco. ¿Te acordás? Yo te aguanto, Domaris. Podés apoyarte en mí. Estamos juntos en este quilombo. ¿Te acordás o no?

hielo y sal | enzo vogrincicDonde viven las historias. Descúbrelo ahora