Filadelfia

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Ya en suelo americano, Pablo sentía la embriaguez y la emoción del recién llegado. Las largas horas de vuelo le habían entumecido el cuerpo. Se sentía algo mareado e indispuesto, quizás por los nervios y la excitación, o por los largos minutos en tensión evitando el contacto físico con su vecino de asiento —se había despertado más de una vez retirando su cabeza del hombro de Bill.

Le apenaba despedirse de sus nuevos amigos. Sara, compasiva, escribió su número y el de su marido en una servilleta junto con la dirección familiar: «No dudes en llamarnos si alguna vez lo necesitas», añadió con una sonrisa. No dijo nada más, pero se esforzó en sonar sincera, algo le decía que ese chico tan educado podría necesitar ayuda en algún momento. Pablo lo agradeció enormemente.

Se despidió de Bill, de Sara y de Paige como si fueran de su propia familia. Les abrazó sin querer soltarles, y disfrutó de hacerlo en los breves segundos que duró cada achuchón. Era duro saberse solo en un país donde no conocía a nadie y cuya cultura, admitía, no estaba seguro de poder asimilar, y esta vez todo parecía distinto: la flojera de sus piernas delataba un miedo a lo desconocido que nunca antes había experimentado. Sintió pena de sí mismo y, mientras se abalanzaba sobre la cinta transportadora para recoger su último bártulo, vio como lo más parecido a una familia que conocía en Estados Unidos se esfumaba en la distancia como el humo recién exhalado.

Sintió ganas de  llamar a Lucía, como solía hacer cada vez que que necesitaba una voz amiga para desahogarse, pero todo se vino abajo al percatarse de que no solo no tenía teléfono operativo en ese país, sino que, además, su amiga debía estar durmiendo al otro lado del Atlántico. Todavía se sintió peor cuando fue consciente de que esto le ocurriría muy a menudo en los próximos..., ¿meses?, ¿años? Ni siquiera tenía certeza sobre el tiempo que duraría su periplo americano, aunque en ese momento deseaba que no mucho.

Decidió tranquilizarse, nadie le esperaba. Encaró a la primera cafetería que encontró, Café Lab. Se preguntó a quién se le habría ocurrido ese nombre tan ecléctico. En cualquier caso, resultaba un sitio atractivo para poder recargar pilas y pensar en cuáles serían sus próximos movimientos hasta llegar al hotel que había reservado para los próximos siete días.

Una vez sentado, en una mesa junto a la ventana, conectó el ordenador para aprovechar la red wifi del aeropuerto y así poder avisar a su familia de que había llegado bien. Escribió un mail sencillo y prometió llamarles al día siguiente en algún momento.

No tardaron mucho en atenderle, una camarera uniformada se acercó a él como un ave rapaz a su presa. Ya no había escapatoria, Pablo debía elegir qué tomar sí o sí, y ante la premura de la camarera decidió ir a lo seguro: un sandwich de bacon y queso. La carta de Café Lab tenía un sinfín de opciones de enormes y suculentos sandwiches, a cual más apetitosa, pero no se sentía con ganas de esforzarse en ese momento: más vale malo conocido que bueno por conocer, se dijo. Hasta ese momento el choque cultural había sido inexistente, pero se preguntaba en qué momento viviría una de esas situaciones donde las confusiones pueden dar lugar a malentendidos farragosos y vergonzantes.

Siguió con lo planeado: café, sandwich, y echar un vistazo a la guía de la ciudad. Se había dado una licencia de una semana antes de personarse ante su entrenador e incorporarse al equipo. Sabía que, una vez empezaran los entrenamientos y la universidad, no tendría un momento de  respiro,  así que decidió darse ese lujo, después de todo, ¡estaba en Philly! Sentía fascinación por esa ciudad, había leído mucho sobre ella. Sabía que era la ciudad más grande el estado de Pensilvania. Como amante de  la historia que era, estaba entusiasmado ante la idea d visitar su Independence Hall, el lugar donde se firmó la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos, pero más aún por visitar el Museo de Arte de Filadelfia y poder subir su enorme escalinata para abrazar a Rocky Balboa, uno de los ídolos de su infancia, llamado así en honor a una calle de la ciudad, como declarara el mismo Sylvester Stallone en su documental.

La emoción volvió a activar su cuerpo, pero..., cómo desearía poder compartirlo con su núcleo duro. Sin los suyos a su lado, aunque fuera a golpe de teléfono, se sentía mutilado, sin aire, con el alma como vacía. Tenía aún unos minutos para tomar el Regional Rail, o SEPTA, un tren regional hasta el centro de la ciudad. Pidió la cuenta y preguntó a Kate, como rezaba la pequeña placa sobre su uniforme, hacia dónde debía caminar para coger el tren.

—Camina hacia la izquierda y verás el directorio. Son solo dos minutos.

—Gracias —dijo escuetamente mientras le dejaba una propina.

No tuvo que esperar ni cinco minutos hasta que vio aparecer el tren que le dejaría en down town en media hora. Como un bebé que se sorprende al descubrir el mundo por primera vez, se impresionó al ver llegar el vehículo, no porque fuera el primero que divisaba en su vida, sino porque sabía que se acostumbraría a verlo a menudo, con sus líneas rojas y azules y su gran logotipo blanco tan similar, por cierto, al de cualquier tren europeo.

Durante el viaje observaba a la gente, a los revisores, sus uniformes. De momento nada parecía tan diferente a casa, y comprendió que cualquiera que fuese el prejuicio que pudiera tener hacia Estados Unidos, todo sería más fácil si aceleraba su adaptación, y él no tenía problemas para adaptarse.

Levantó la vista al escuchar a alguien hablar español, lo que resultaba reconfortante, y decidió volver a echar un ojo a su mapa de tren para estudiar las trece líneas que abastecían el área metropolitana de Filadelfia. Comprobó que su hotel, el Windsor Suites, estaba a tiro de piedra de la estación: todo el recorrido abarcaría unos veintiséis minutos.

Salir de la estación fue costoso: dos grandes maletas y una mochila donde no cabía ni un alfiler suponían todas sus pertenencias para afrontar los comienzos de su periplo, pero sabía que sería solo un punto de partida, este era un viaje de no retorno y todo cuanto necesitara podría adquirirlo sobre la marcha.

Ahora sí sentía que había llegado. Pisaba la acera del hotel, grande, imponente, de estilo minimalista,  y se volvió a sentir pequeño, como un intruso, con deseos de volver a casa. Pero Pablo era fuerte, orgulloso, y siempre tiraba para adelante. Su naturaleza competitiva le empujaba a no rendirse, y no se permitió más de unos segundos para castigarse. «Todo va a ir bien», se dijo.

La habitación era lo que se podía esperar de un hotel de su categoría: bonita pero sobria, confortable, elegante y ordenada. Miró por la ventana, y se quedó ensimismado divisando las vistas que evidenciaban el tamaño de la ciudad.
«Philadelphia, here we go!» Y se tendió en la cama. No pudo evitar mirar al futuro, intentaba adivinar qué sería de él a partir de ahora. Pero sobre todo miraba a su pasado, revisaba sus afectos, y se dijo a sí mismo que es muy afortunado. Las lágrimas de emoción le relajaron, sintió sueño, y decidió entregarse a él. Mañana, si es que se despertaba mañana, sería otro día.

Lo que gané en Filadelfia (Libro II Trilogía The Team).Donde viven las historias. Descúbrelo ahora