La inocencia es el cuadro en blanco más preciado. Es ese gramo de oro que brilla al fondo del cubo cubierto de fango. Y creedme cuando os digo que no hay mayor tesoro que el de ser un niño y pasearte completamente indiferente en la vida, sin ladrillos en el maletero que cargar y pudiendo meterte en el saco cada noche sabiendo que al alba ni el sol, ni las lejanas voces de un padre, podrán despertarte de ese plácido sueño. Qué tiempos aquellos, ¿no?
Ya os he hablado de la inocencia anteriormente, pero hoy ya no es solo una reflexión, sino una historia real que me hizo sonreír cómo si hubiera vuelto a las navidades de preescolar. Todo sucedió en cuestión de minutos, pero, como ya sabréis, el tiempo se desvanece cuando las cosas que realmente importan se te postran ante los pies; así que, sí, recuerdo con exactitud de cuándo ocurrió esto que os diré.
Eran las 12:36. Paseaba por el costado izquierdo, o al menos así lo entendí yo, del lago que pinta de azul las calles de Zúrich, una ciudad dónde, efectivamente, el franco se ve en cada esquina que tomas. Y no solo me refiero a la grandeza económica de la ciudad, o, en general, de Suiza, sino también de la vasta riqueza personal que presencié allí. Como digo, andaba sin rumbo, como suelo hacer en viajes en solitario, por la vera del lago, donde habían hospedados bastantes aves: cisnes y sus usuales archienemigos, los patos, y por último, unas gaviotas de alas afiladas que rozaban la superficie con temeridad. También había barcos, lanchas y otros vehículos parejos. Eran de muchos tamaños, pero nada extravagante, pues, recordad, este pequeño paraíso es un oasis de montaña, no la costa dorada con yates típica de las islas griegas. Casi todos eran de vela, aunque no sé bien si el viento actúa a favor de su buen uso o no. Todo esto es harina de otro costal, así que vayamos a lo que vi al girar la cabeza al lado opuesto: al de las cafeterías, las parejas de abogados y los niños trasteando con las orejas de sus perros.
Sí, había mucho de eso. Gente viva, consciente de la viveza de practicar las cosas aparentemente irrelevantes como pasear, tocar el saxo o apreciar el lento movimiento de una barcaza desde un muelle. Entre todo esto que os digo, lo que se me grabó en el pulmón fueron dos niños de 6 seis años, bilingües y con un objetivo realmente humano que caló hondo en las entrañas de muchos de esos vividores transeúntes. En especial, de la gente mayor, con quién los niños están estrechamente relacionados por su tendencia a la ingenuidad, la simpleza y la diversión diaria.
No sé sus nombres, pues no pregunté por ello ni se dió la ocasión, pero sí que tengo bastante experiencia en hacer preguntas curiosas y, como tal, la situación era gratamente sorprendente. Tanto la niña, de constitución delgada, pómulos acolchados, ojos vagamente grisáceos y cabello acafeinado por los hombros, y el niño, de mayor altura, con ortodoncia, de facciones delgadas y ojos similares a los míos, eran más avispados y lo más importante, más humanos, que muchos de los que pasan a nuestro lado cada día. Ambos tenían en el rostro una mirada infantil empapada de ilusión, en especial la chiquilla, y vi cómo la gente también se les quedaba mirando embobados tal y como yo había hecho. Las dulces criaturas tenían muy bien colocadas unas galletas de nueces y chocolate, chocolatinas, manzanilla, zumo de limón y unos muffins, y, al lado derecho, unos mensajitos en alemán (en Suecia se hablan francés, italiano y alemán. En esa zona en específico, el último el que más, o, en su defecto, una variante con insinuaciones al francés).
La niña fue la primera que posó su humilde mirada en mí. Con una sonrisa a medio construir, dejaba relucir que la alegría puede salir por cualquier lado. Pasé unos segundos observando aquellos carteles y me percaté de cuál era su objetivo realmente. Querían hacer una recolecta de dinero para algún proyecto que yo aún no sabía; así que, aquellos ojos de la niña me invitaron a hacerle una pregunta. Y, claro, imaginemos que todo esto ocurre en alemán. Muchas cosas de las que el pequeño angelito me dijo no las comprendí, pero, a pesar de mi precario nivel comunicativo, pude entender fragmentos de su discurso que me hicieron entender el todo. Según me dijo la niña, ellos estaban allí para hacerle un regalo a su madre y que habían comprado en el supermercado ciertos aperitivos y refrescos para recaudar unos cuantos billetes y darle un regalo digno a su madre. Cuando oí aquello, podéis imaginar el gesto que se me quedó en el rostro de completo asombro, evidentemente, por la ternura y valentía que todo aquello suponía.
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Rincón de Gonzalo
RandomUn libro de relatos y pensamientos profundos sobre la vida....