Capítulo 8

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CAPÍTULO 8

Parecía no entender nada, aquella tarde cuando, sin más... me fui de su vida. La dejé sola en aquel parque.

Mis padres me dieron la noticia de que volaríamos pronto a Francia, ya que habían conseguido trabajo allí y debíamos de irnos. Mi mundo se abrió en dos; ella y ellos.

¿Por qué no le dije nada? Odio las despedidas, tanto que puedo morir en una. Quizás de esa manera fui rastrero, me convertí en peor persona.

Ahora, era diferente, la tenía conmigo... era mía.

-¿Rebeca? – Descolgó el teléfono a las dos de la mañana, cosa que sólo ella había hecho.

-¿Daniel? ¿Qué ha pasado? – Su voz suave, entumecida y calmante para cualquiera, traspasó el auricular. - ¿Todo bien?

-Perfecto.

-Ah... - Su sorpresa siempre estaba ahí, hiciese lo que hiciese, la sorprendía, la dejaba boquiabierta.

-¿Para qué te llamo? – Pregunté bajando la cabeza imaginándome su rostro cansado, pero con su permanente sonrisa. Era guapa; preciosa. Me encandilaba con cualquier cosa que hiciese, cuando intentaba hacer algo que sabía que no podía. Cuando se alegraba porque hacía algo inequívocamente, o al contrario. Sabía hacerme sentir como en casa... no, como en casa no, ella era mi hogar.

-Sí... Es raro recibir llamadas tan tarde.

-¿Raro en mí? – Pregunté retóricamente.

-Obvio que no.

-Mañana te recojo temprano...

-¿Mañana? Es domingo y debo de ir a las clases de aerobic. Si falto mucho la profesora sospechará.

-¿Así que prefieres antes a la profesora que a mí? –Dije en tono burlesco, bromeando. Sé que le encantaba esa faceta de mí.

-¡No tonto! Es que...

-No hay discusión – Colgué dejándola con la palabra en la boca.

Era y soy una de esas personas a las que les encanta hacer regalos e invertir mi tiempo en preparas sorpresas, incluso sin tener la más mínima idea de que es lo que le gusta al de al lado. Si bien me gustaba encantar a la gente, también quería mi recompensa. De ella sólo esperaba que sonriera, que me dijera lo que sentía, que me diera besos inesperados y... que se enamorara de mí tanto como yo de ella. Quizás más, mucho más. Lo que era un error, un fatídico y gravísimo error... No quería hacerle daño, nunca lo haría... pero el amor duele.

-¿Qué narices quieres ahora? – Siempre fui un borde con las personas, o con casi todas. – Eh, dime – Con mi madre, también. Siempre le hablaba como si fuese un colega más, y a ella le dolía, ¿pero acaso no me dolían a mí sus trampas?

-Nada, hijo... tranquilo. Venía a avisarte de que hay un par de chicos preguntando por ti...

-Deja de hacerte la interesada en mi vida y diles que ahora salgo – Fui indiferente hacia mi madre y me levanté de la cama a trompicones, tambaleándome como mareado. No había ganas de hacer tareas o de salir al pleno sol de mayo. Sólo quería dormir, y abrazado a mi preciosa si era posible. Me encaminé al piso de arriba donde entré al baño a redescubrir mi estado deplorable en el espejo; el alcohol no le sienta bien a nadie. El estómago me hacía señales de querer largarse.

Salí del baño y fui a la puerta de entrada, donde mi madre me esperaba.

-¿Se te ha perdido algo? – Le pregunté en tono borde.

-No... – La aparté de la puerta y miré de reojo como ahogaba un sollozo y entraba en la cocina lo más rápido que podía, yo, mientras tanto, maldecía al mundo.

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