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Al amanecer, el reino se despertaba no con el jubiloso canto de los pájaros ni con el alegre bullicio de los aldeanos preparándose para un nuevo día de trabajo y festividad, sino con un silencio sepulcral que envolvía las calles y plazas que solían estar llenas de vida y color. La guerra había apagado la alegría característica del reino, dejando tras de sí una atmósfera de luto y desolación.

En la plaza central, donde los niños solían corretear y jugar entre los puestos de los mercaderes y las risas de los artesanos compartiendo historias y bromas, ahora solo había vacío. Las puertas y ventanas de las casas permanecían cerradas, como si los mismos edificios intentaran proteger a sus habitantes de la cruda realidad del exterior.

El paje real, con una expresión sombría y la voz quebrada por el dolor, procedió a nombrar a los caídos en batalla durante el último mes. Cada nombre resonaba en el silencio como un golpe directo al corazón de la comunidad, recordándoles el precio de una guerra que parecía no tener fin. Familias enteras, sosteniéndose unas a otras, escuchaban con lágrimas en los ojos, mientras el peso de la pérdida se hacía cada vez más insoportable.

Era un ritual que se había vuelto dolorosamente familiar en los últimos tiempos, una herida que no conseguía cicatrizar. Pero incluso en medio de la desesperanza, la ceremonia servía como un sombrío recordatorio de la resistencia y la solidaridad del pueblo, unidos en el sufrimiento pero también en la determinación de seguir adelante, de reconstruir lo que la guerra había destruido, no solo en sus hogares y calles, sino en sus corazones.

Y así, en medio de este silencio sepulcral, el reino se despertaba, llevando el duelo como una pesada capa sobre sus hombros, pero también la esperanza, tenue y frágil, de que algún día la paz volvería a florecer en sus tierras.

A medida que el paje real avanzaba en la enumeración de los nombres de los caídos, la angustia en el corazón de Amelia se intensificaba, convirtiéndose casi en una presión física que le oprimía el pecho. Junto a ella, Matt y Lily se aferraban a sus manos, sus pequeños cuerpos tensos por la anticipación y el miedo. El aire parecía espesarse con cada nombre pronunciado, cada uno un golpe que resonaba en el silencio sepulcral de la plaza, donde la esperanza y el desespero se entrelazaban.

La espera se tornaba insoportable, cada segundo una eternidad. Amelia cerraba los ojos cada vez que el paje tomaba aire para pronunciar un nuevo nombre, temiendo que el siguiente fuera el de Steve. Podía sentir cómo la esperanza se deshilachaba poco a poco, amenazando con desvanecerse por completo. Matt y Lily, comprendiendo la gravedad del momento aunque no todas sus implicaciones, apretaban más fuerte la mano de su madre, buscando en ella un consuelo que Amelia luchaba por encontrar en sí misma.

El corazón de Amelia latía desbocado, cada nombre que no era el de Steve le daba un respiro momentáneo, pero la tensión no disminuía, pues el alivio era siempre efímero, inmediatamente reemplazado por la ansiedad ante la posibilidad de que el siguiente nombre pronunciado fuera el que temían escuchar. Era una tortura emocional, un vaivén entre el miedo a la pérdida definitiva y la esperanza desesperada de que Steve aún estuviera vivo.

Cuando finalmente el paje concluyó la lista y el nombre de Steve no había sido mencionado, la liberación de la tensión fue tan abrupta que Amelia sintió como si sus rodillas fueran a ceder. Un sollozo de alivio y agradecimiento se le escapó, mientras abrazaba a sus hijos contra ella, su cuerpo temblando por la descarga de emociones. La angustia que había estado construyéndose con cada nombre finalmente encontraba su desenlace, no en la tragedia, sino en la continuidad de la esperanza. En ese momento, la ausencia del nombre de Steve en la lista de caídos no era solo un alivio, era un renacimiento de la esperanza, una promesa silenciosa de que aún había una posibilidad de volver a reunir a su familia.

Las cartas de EvelynDonde viven las historias. Descúbrelo ahora