Dur, el asesino

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La oscuridad de la noche en Tal Garon era apenas interrumpida por el destello de una estrella solitaria. Las torres puntiagudas del antiguo paseo de los héroes parecían señalar con acusación al cielo, a los dioses que habían permitido que los bustos de los hombres insignes cayeran en la desolación, que fueran destruidos por los acólitos de Garon, el bastardo. El boulevard desierto atravesaba, como un río, el centro de la ciudad, conduciendo directamente hasta la fortaleza negra. De camino, al tomar un desvío hacia el puente de Eslan, se encontraba una casa cuyas puertas y ventanas nunca cerraban, sino que estaban cubiertas por gruesas cortinas.

Dentro, se escuchaba la melodía triste de un laúd. La semana empezaba y el lugar estaba vacío, ya que nadie se había atrevido aquella noche a violar el toque de queda. Durante el fin de semana, los hombres de Tal Garon tenían más valor y más dinero. Algunos guardias cobraban una tajada y, si nadie hacía un escándalo, la casa se llenaba de música baja y de gemidos de mujeres. Pero esa noche, las chicas estaban en sus cuartos, solas. Excepto una. Ellie era una jovencita apenas mayor, con ojos de ese gris triste que es llamado "azul" por los norteños, pero sus ojos no se veían, ya que Ellie sostenía su ropa arrugada contra su cara, en un arrebato que casi parecía vergüenza. Su cuerpo estaba desnudo, excepto por un listón que abrazaba su breve cintura. Sus piernas, blancas como la leche, apretaban las mejillas de un hombre de cabello tan oscuro como la conciencia de un verdugo.

En la sala de la vieja casa, Clive entonaba una balada. Punteaba las cuerdas del laúd y cantaba:

"Cuando las hojas del pino se caigan,

cuando los vientos del norte calienten,

cuando las aguas del mar sean dulces...

ni aún entonces, te olvidaré".

-Clive, calla de una vez. -Ania salió de una de las habitaciones. Era una matrona regordeta, de piel morena y ojos color miel. Sus gestos eran groseros, pero tenía buen corazón.

-Las chicas están acostadas, una melodía suave las ayudará a descansar. No siempre pueden.

-Nadie descansa cuando tú cantas, esa voz aguda no deja dormir. -Lo miró con expresión irónica.

-No hablas en serio -Dijo él, riendo, pero poco a poco dejó de hacerlo-. Cuando era chico, soñaba con tocar en la corte. Decían que el bardo real dormía con doncellas y que recibía monedas de oro como propina, además de todas las ventajas del mecenazgo. Ahora no hay bardo real. Vaya, que ni siquiera hay rey.

-No digas eso, nunca. Alguien podría escuchar. Además, las jovencitas son aburridas -Lo miró con picardía-. Ven, esta noche no hay trabajo y quiero matar las horas.

-¿Horas? Vaya halago.

-No te hagas el humilde, viejo zorro.

Clive y Ania entraron a la habitación. El laúd quedó abandonado al pie de la puerta, mientras el bardo besaba el cuello de la vieja prostituta. En el cuarto de junto, Ellie respiraba con agitación. Su pecho subía y bajaba, dando una hermosa vista de sus senos firmes y suaves. Dur se arrodilló en el lecho y la miró. Sus ojos relampagueaban ante la visión del cuerpo tembloroso de la chica, de sus ojos extraviados todavía en el éxtasis de su reciente orgasmo. Sin darle tiempo para recuperarse, la penetró. El cuerpo de la chica se estremeció al sentir cómo la llenaba y sus piernas se enrollaron alrededor de la cintura de Dur. Las manos de Ellie apretaron sus brazos musculosos y cubiertos de cicatrices. Él la miraba con intensidad.

Además de sus músculos, sus cicatrices y esos ojos negros, nada en Dur parecía fuera de lo normal. Su rostro era genérico, podía pasar por cualquiera con tan solo cambiar su ropa; contaba con eso. Pero Ellie había visto esos ojos y, sobre todo, la mirada de animal salvaje que siempre ocultaba. Cuando Dur terminó, se quedó un rato apretado a Ellie, con su miembro anclado a su cuerpo, y respiraron sus alientos simultáneos. Ella sintió que él era especial, a su manera, aunque no le conocía. De tantos hombres que la habían poseído, ninguno se había preocupado tanto por su placer, ninguno la había mirado de esa forma tan intensa, todos eran unos patanes.

-¿Te quedarás toda la noche? Hoy no hay más clientes, puedo convencer a Ania de no cobrarte más...

-No puedo. -Dijo Dur, serio.

-Alguien te espera en casa, ¿no?

-No, no es eso.

-Entonces, ¿no te gustó? -La expresión de la chica era de fingida tristeza, una juguetona manipulación para convencerlo.

-Me gustó mucho. Eres linda, y eres auténtica...

-¿Qué significa eso?

-Que estabas aquí, conmigo. Eres tú, no pensabas en alguien más ni tratabas de no estar.

-¿Has estado en muchos burdeles?

-He estado en muchos lugares.

-Ya veo... Pero te irás.

-Sí, tengo algo qué hacer, no puedo esperar.

-¿Ni siquiera unos minutos más? -Dice Ellie, mientras se acerca gateando a Dur, con una expresión traviesa y le agarra la polla, fuerte. Él sonríe.

-Lamentablemente, no.

-Bueno -Dijo Ellie, con decepción-. ¿Volveremos a vernos?

-Por supuesto. -Dijo Dur. Ellie pensaría luego que su expresión era un poco triste. Él mintió.

Cuando se escuchó el grito de alarma del primer guardia, Dur ya estaba a un pasillo de la alcoba real. No fue realmente difícil entrar a la fortaleza negra, había sido entrenado por los mejores asesinos y podía escabullirse en cualquier lugar. Lo difícil había sido llegar hasta la alcoba sin matar a nadie y en eso había fallado. Luego, no había podido completar la misión antes de que encontraran el cadáver del guardia. "Esa maldita torre del rey, la hicieron con piedra muy lisa, parece roca fundida". Ahora, estaba a pocos segundos de lograrlo, tan solo tenía que superar a los dos soldados de la puerta y matar a Garon. Sabía que no se moverían de la puerta y que no recibirían refuerzos a tiempo. Al doblar por el siguiente pasillo, los dos hombres lo vieron.

-¡Detente, en nombre del emperador! ¿Quién eres? -Le dijo uno, el más robusto. Cuando se le acercó, Dur vio el nerviosismo en sus ojos a través del visor del yelmo. Eso y que era muy joven. El soldado le tiró una lanzada, directo al pecho, que Dur esquivó con facilidad. Ni siquiera sintió el cuchillo arrojadizo que se le enterró en el cuello, hasta que caía de rodillas sobre el suelo.

-¿Qué...? -Dijo el segundo soldado, que apenas pudo moverse cuando Dur corrió hacia él. La longitud de la lanza no le permitió defenderse, Dur era muy rápido. Fueron tres puñaladas limpias; una en el cuello, otra en el pecho y la tercera en el abdomen.

Ya no le importaba la voz de alarma o que en la alcoba se hubiese escuchado la pelea, era muy tarde. Completaría su trabajo y saldría del castillo, de alguna forma. Luego se iría de este maldito país y cobraría su salario. "El anillo, no te olvides del anillo", se dijo, justo antes de abrir las puertas de la habitación. No encontró ninguna resistencia. Un candelabro con doce velas iluminaba la alcoba. A lo lejos, ya se escuchaban los pasos de los soldados y el repiquetear del metal en sus armaduras. Más allá de las velas, una silueta ensombrecida se elevaba. En menos de un parpadeo, tres cuchillos saltaron de las manos de Dur y se enterraron en el cuerpo, pero éste no se movió.

-Eres bueno -Dijo la silueta– ¡Qué lástima!

Antes de que Dur reaccionara (y vaya que era rápido para reaccionar) el hombre estaba frente a él. Nunca había visto unos ojos más oscuros que los suyos. Sintió frío. Era él: Garon. No dijo nada más, no demostró la más mínima emoción. Sus manos, como garras de cuervo, se enterraron en la carne del pecho de Dur. El asesino no habló, sus piernas flaquearon y cayó moribundo. Lo último que vió fue al bastardo con las manos llenas de sangre y a un soldado que llegaba corriendo. Lo último que escuchó fue la voz de Garon, el emperador de Andur, señor soberano de todas las tierras desde los graneros de fuego hasta la ribera del Tryng.

-No rogó por su vida... Qué aburrido.

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⏰ Última actualización: Feb 28 ⏰

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