Fellsen
—¡Levántate, pedazo de mierda!
El gruñido me despertó. Dios santo. Estaba vivo. Pero justo antes de que pudiera abrir los ojos, sentí la bota del patrullero clavándose justo en mi espalda. El dolor me hizo apretar los ojos y me estremecí completamente. El ardor se extendió por todas mis extremidades, los musculos me escocieron. Joder. ¿Por qué no me había muerto por hipotermia en la noche? Eso habría sido mejor que esto.
Me senté como pude e intenté respirar profundamente el aire frío de la mañana, pero la respiración se me cortó al instante. Mierda. Debía tener unas tres o casi todas las costillas rotas. Inspeccioné con una mirada rápida mi cuerpo y todo se veía en su sitio.
—Al fin despertó la princesa —se burló con sus dientes amarillos antes de zamparse una gran cucharada de lo que sea que estuviera comiendo. Estaba sentado en una pequeña roca vigilándonos, la maraña de pelo largo le caía por los lados de la cabeza y la comida le salpicaba.
Ughh.
Ignoré su comentario y me giré hacía mi otro costado, pretendiendo que no me perturbaba su manera asquerosa de comer y masticar. Este tipo de gente solo se las podía catalogar como animales de la peor clase. Mataban como demonios sedientos de sangre, comían como cerdos y se comportaban como perros de jauría. Vestían armaduras negras con bordes rojos desde los tobillos hasta las manos. Eran altos y grandes como las bestias que se decía que habitaban en el bosque Dünkler.
Observé a los once soldados que habían sobrevivido. Sus rostros estaban magullados y demacrados. Se retorcían como lombrices al fuego mientras unos contra otros se ayudaban y se levantaban poco a poco. Si no fueran mis soldados podría haber pensado que eran rehenes que llevaban semanas en estas condiciones.
—Levanta el culo, princeso. Hoy debemos llegar al imperio. La reina espera por nosotros —Se apresuró a tirar los restos de comida y se puso en pie—. ¡Muévanse, basura! —rugió a todo el grupo.
Los ojos de mi gente se dirigieron a mi de inmediato. Sus miradas llenas de miedo e intranquilidad me sobrecargaron por un momento y no supe que hacer más que decir:
—Obedezcan soldados. —y caminé hasta ellos.
De pronto se acercó a grandes zancadas el cerdo más cerdo de todos. Otra vez este maldito aquí. Un animal de casi dos metros con una cara llena de cicatrices, una sonrisa desquiciada y una espada negra tan larga que aun me parecía inhumano que alguien pudiera alzar esa barra de metal.
—¿Tienen miedo, soldaditos? —preguntó sínicamente arrinconando el grupo y se rio—. Los bebés del princeso tienen miedo —miró al patrullero con sorna y los dos soltaron risas burlescas. Idiotas. La humillación de ser masacrados no era suficiente. Que más se podía esperar de alimañas.
De repente, sus ojos se endurecieron, sus cicatrices se arrugaron y en un segundo sacó su espada y la clavó en el pecho del soldado que estaba a mi lado. Me miró a los ojos con tanta maldad mientras giraba la espada en medio de las costillas que el miedo me aplastó el pecho. El soldado arrugó sus ojos de dolor y se desvaneció.
El silencio me ensordeció y luego el estruendo de su risa maniática me revolvió el estomago.
—¿Viste sus caras? —se burló de nuevo con su compañero—. Uy mira, este se meo —más risas.
La ira trepó por mis piernas hasta mi cabeza y mi respiración se aceleró. El dolor desapareció, lo único que miraba era la sonrisa demoníaca de ese animal y las ganas de mandar a cortarle la garganta me enloquecían.
Sus ojos negros como la puta oscuridad me observaron y su risa cesó.
—¿Crees que sigue siendo un general? —Se acercó, acechándome—. ¿Crees que una basura como tú puede dar ordenes aquí? —Su respiración chocó con mi rostro, apestosa—. Eres la mierda que cago cada mañana. Eres un esclavo, así que mejor quita esa mirada desafiante de tu miserable cara y compórtate como la perra que serás de ahora en adelante.