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"Ay dígame, dígame, dígame usted, cuantas criaturitas se ha chupado usted..."

Julio 1813

Nando estaba sentado solo en la mesa, comiendo un poco de arroz y pollo, su mirada se movía entre su plato y las escaleras, esperando que su hermano bajara a cenar. Suspiró, tomó el último bocado, se levantó y dejo el plato en el fregadero, miro a la ventana, las personas ya no pasaban, las lámparas de gas que iluminaban con fuerza para evitar accidentes, estaban cerradas debido a la tormenta que se avecinaba, el cielo estaba sin estrellas, solo con nubes que sacaban chispas y que ya empezaban a llorar.

Subió a las habitaciones, pasando por la de su hermano, de la puerta salían sollozos, Nando sintió pena, pero también un poco de rabia, rabia porque Leo no salía de su tristeza, casi 3 años y aún no se paraba de la cama del todo, no bajaba a cenar, no decía nada, no es que dejara de doler la muerte, es que parecía que se quería ir con ella, eso le enojaba.

Cerró la puerta con fuerza, se cambió a su camisón, apagó la vela que iluminaba su cuarto y se metió a la cama para poder dormir un poco, que aún trabajo tenía para el día siguiente, ajeno a la panadería. Sin embargo, las pesadillas ese día volvieron con los truenos de la fuerte lluvia que pasaba por Puebla. Las pesadillas de Nando no se reservaban al Charro Negro o a su hermano convertido en ello, pasaban más atrás, a batallas en las que fue metido sin saber cómo disparar, se salvó en múltiples ocasiones por otros compañeros, de quienes el nombre ni siquiera conocía, ni conocería ya que muchas veces estos fallecían o eran tomados como prisioneros de guerra, sus cuerpos sin vida y sus expresiones de horror aún marcaban su mente adolescente de 14 años.

Luego a los 16 años paso por una experiencia que aún sentía marcada en la piel, más que nada en sus muñecas, agarradas para someterle a la voluntad de un hombre que lo veía como solo un objeto de placer y para probar su poder. Su inocencia, la cual ya pendía de un hilo, y dignidad se esfumaron, pero encontró a alguien que le dió esperanza, ese alguien no solo le protegió y cuidó aquella noche, también le permitía llorar y desahogarse del dolor, persona que no sabía dónde estaba y deseaba que estuviera bien.

Pese a todo ello, el casi perder a su hermano es algo que aún le pesaba y dolía, imaginar la vida sin él era algo que no cabía en su cabeza, era su última familia y, cuando murió su abuela, la única que tenía. Si, no fue el mejor hermano del mundo, la mejor persona, lo mejor para su pequeño hermano, pero ahora solo se tenían mutuamente y eso era lo que le daba rabia cada vez que pasaba por el cuarto y ver a Leo ahí, triste y solo. ¿Acaso no entendía que le tenía a él? ¿Acaso hubiera preferido que su abuela viviera antes que él? Era algo que pasaba por su cabeza a diario, Leo parecía que hubiera dado su misma vida o la de Nando para que su abuela aún viviera.

Se levantó con un trueno tan fuerte que las ventanas temblaron de miedo, prendió la vela y reviso el reloj de pared que tenía justo frente a su cama, las 4:30 de la madrugada, afortunadamente había dormido más de lo que lo había hecho desde hace meses. La lluvia no paraba aún, algo de esperar en los meses de verano, por supuesto, pero eso no le quitaba que el ambiente se hacía más melancólico esos días, miro a la ventana asustada por el trueno, reviso las cobijas y estás estaban desordenadas pero sin nada más en ellas, tendió su cama y se fue a bañar.

Antes de meterse al baño, abrió la puerta de su hermano y noto que este estaba dormido, con lagañas en los ojos y la nariz roja, desordenado y su habitación con un aire de tristeza aún muy fuerte

—...— Nando gruñó un poco, quería animar a su hermano decirle que estaba ahí, pero Leo no le veía.

Se bañó y se puso la ropa, bajo las escaleras, casi rodando por un tropezón en la escalera, a hacer desayuno, noto que sus muñecas estaban rojas y rasguñadas, se maldijo internamente por estar, inconscientemente, rascándose las muñecas lo suficientemente fuerte para volverlas a dañar, suspiro y se remojo las heridas con agua fría. Comenzó a tararear un poco recordando una pequeña canción que su padre solía cantarle, la tonada se volvió melancólica, pero no podía hacer más ni siquiera para su propio ánimo, puso los platos mientras seguía cantando, miro a la ventana en la nota más alta y vio como las gotas de lluvia caían y se atrapaban a si mismas en el cristal

Sangre de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora