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La lluvia caía con fuerza sobre la ciudad de Buenos Aires, creando un ambiente melancólico. En una concurrida cafetería, Elizabeth Liones, una joven estudiante de Letras con una sonrisa radiante y un aura de ensueño, atendía a los clientes con amabilidad. Su pasión por la literatura impregnaba el lugar, contagiando a todos con su entusiasmo.
De repente, la puerta se abrió, dejando entrar a un hombre que cambiaría su vida para siempre. Meliodas, un joven empresario de mirada penetrante y pasado turbulento, irrumpió en el local con paso decidido. Sus ojos se encontraron con los de Elizabeth y, en ese instante, una conexión eléctrica recorrió sus cuerpos, como si el destino los hubiera unido en un acto fortuito.
Elizabeth, intrigada por la intensidad en la mirada de este hombre, se acercó a atenderlo con una mezcla de timidez y curiosidad.
—Hola, ¿qué puedo ofrecerte hoy? —preguntó con su voz suave, como un susurro en medio del bullicio de la cafetería.
—Un café, pero no cualquier café. Quiero el café que te hace sonreír cuando lo preparas.
Elizabeth se sonrojó ligeramente, encantada por la audacia de este desconocido. Sus palabras despertaron en ella una chispa de complicidad. Seleccionó cuidadosamente los granos de café de Guatemala, moliéndolos con precisión y preparándolo con una atención meticulosa. Mientras lo hacía, no podía evitar sentir una atracción irresistible hacia él, una fuerza que la empujaba a romper las normas y seguir sus instintos.
Al servirle el café, sus dedos se rozaron y una corriente eléctrica recorrió sus cuerpos. En ese simple contacto, ambos comprendieron que había algo más que una simple atracción física entre ellos. Una conexión profunda, una resonancia de almas que los unía de forma inexplicable.
Meliodas tomó un sorbo del café y sus ojos se iluminaron.
—Es perfecto, tal y como te imaginaba —dijo con una sonrisa que derritió el corazón de Elizabeth.
Comenzaron a conversar y la conexión entre ellos se hizo más evidente. Hablaron de literatura, de sus sueños, de sus miedos, de sus alegrías. Se reían juntos, compartían confidencias y se sentían comprendidos como nunca antes.
Al final de la noche, Meliodas se despidió de Elizabeth con un beso en la mejilla. Un beso tímido, pero que dejó una huella imborrable en ambos.
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En los días siguientes, Meliodas visitaba la cafetería con frecuencia, siempre buscando la compañía de Elizabeth. Sus conversaciones se volvían más profundas, sus miradas más intensas y su conexión cada vez más fuerte.
Un día, mientras paseaban por un parque bajo la luz del sol, Meliodas le dijo a Elizabeth:
—Eres como la musa de un poeta, una obra de arte que inspira y cautiva. Tus palabras me transportan a otros mundos, y tu sonrisa ilumina mi día como un sol radiante.
Elizabeth se sonrojó, sintiendo como las palabras de Meliodas la llenaban de una calidez que nunca antes había experimentado. Su corazón palpitaba con fuerza, y una sensación de felicidad la envolvía por completo.
—Y tú eres como un enigma, un misterio que me atrae y me intriga —respondió ella, con una sonrisa pícara en sus labios. Sus ojos brillaban con una intensidad que reflejaba la pasión que crecía en su interior.
Esa noche, bajo la luz de la luna, sus labios se encontraron en un beso apasionado. Un beso que selló su destino, un beso que marcó el inicio de una historia de amor que desafiaría todas las expectativas. Un amor que los envolvía como una manta en la noche fría, un refugio seguro en un mundo caótico.