Llanto

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Me despierta el llanto de un bebé. Se escucha lejos. Me incorporo en la pequeña cama de mi celda. El llanto no cesa. Me levanto y agarró la bata que me pongo sobre el modesto camisón blanco. Cojo un candil. Al salir todo está oscuro. Ni una sola luz en todo el pasillo del convento. Doy un par de pasos y cierro la puerta, procurando no hacer ruido. El llanto que había parado, vuelve a resonar haciendo eco en las paredes.

No lo entiendo. Ayer la madre superiora nos informó que habían adoptado al último niño. Pobres criaturas. Se merecen algo de paz. Sigo el corredor, notando el frío en los pies descalzos. Llego hasta la capilla. Al abrir la puerta, se produce un pequeño chirrido. No hay nadie. Lo primero que hago al entrar es santiguarme. El llanto me hace mirar al altar. Doy uno, dos, tres pasos y el llanto se detiene. De repente, le sigue un grito desgarrador. Un chillido que me estremece de los pies a la cabeza. Que me cala hasta lo más profundo. El candil cae al suelo y se apaga la luz. Impera totalmente la oscuridad. El aire huele a frío. Me estremezco y me abrazo a mí misma. Otro grito. El altar, me recuerdo. Tengo que ayudar a esa alma inocente de Dios.

Doy vueltas a su alrededor. Al pasar por detrás, noto algo con el pie. Es una trampilla. No sabía que estaba ahí. Necesito las dos manos para abrirla. Pidiendo disculpas, cojo un cirio y lo enciendo. Con la poca luz veo unas escaleras que descienden. Por un momento, el pavor me invade y me paraliza el cuerpo, pero el chillido resuena nuevamente. Con un profundo suspiro, aprieto el cirio con una mano y con la otra sostengo mi rosario. Mientras bajo, rezo una plegaria.

Las escaleras desembocan en un pasillo. Ladrillo muy desgastado y aire polvoriento que me hace carraspear. La cruzo muy atenta, y escucho gimoteos. Una corriente helada me da en la cara. Al girar, veo una especie de catacumba. Una vez más, no sabía que eso estaba. Ni siquiera sabía que existía. Entro. Lo primero que noto es el olor a humedad. Seguido del intenso frío que hace que me estremezca todavía más. Los gimoteos cesan, pero en su lugar aparecen gemidos.

Cuando levantó el candil y alumbró el origen del sonido, veo una figura encorvada. Me fijo bien. Es la madre superiora. Pero no parece una asistente del Señor; sino más bien, una enviada del demonio. Tiene la piel traslúcida. Los ojos rojos. Le chorrea un líquido escarlata por la barbilla, llegándole hasta el pecho. Manchándole el hábito. Los dientes. Los dientes son afilados, clavados en el cuerpecito del bebé al que ayer alimenté.

En el momento en que ve la luz, deja el cuerpo sanguinolento caer al suelo. Lleno de lo que parecen huesos. Me mira. Clava sus ojos rojos en mí. Acto seguido, sonríe mostrándome unos colmillos como agujas, pintados de carmín. El cirio se me resbala. Se abalanza sobre mí. Y yo le encomiendo mi alma al Creador.

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