Verlo es como abrir un libro antiguo, cuyas páginas aún llevan la huella de mis dedos. Cada encuentro es un capítulo que se despliega frente a mí, lleno de recuerdos y emociones que creía haber guardado en el rincón más oscuro de mi corazón.
Las primeras palabras intercambiadas son como el crujir de las hojas al pasarlas. La nostalgia se despierta, y me encuentro atrapado en un torbellino de sentimientos contradictorios. ¿Cómo puede alguien que fue tan cercano ahora parecer tan distante?
Los ojos se encuentran, y en ese instante, el tiempo se detiene. Veo los destellos de risas compartidas, los secretos susurrados y los abrazos que parecían eternos. Pero también están las lágrimas, las discusiones y las heridas que dejaron cicatrices invisibles.
El aroma de los recuerdos flota en el aire. Es la inusual fragancia de recién despierto que se impregnó en mi memoria. Cierro los ojos y puedo sentir su presencia, como si estuviera justo aquí a mi lado.
Las palabras no dichas pesan más que las pronunciadas. Las oportunidades perdidas se acumulan como polvo en las páginas amarillentas del libro.
Y luego está el dolor. El dolor de lo que fue y lo que pudo haber sido. A veces, me pregunto si alguna vez fuimos realmente felices o si solo lo imaginé.
La mente lucha entre el pasado y el presente, entre la razón y el corazón.
Sin embargo, sé que no extraña hablar conmigo. Las palabras no pronunciadas son como un muro infranqueable entre nosotros. Las distancias emocionales se han vuelto insalvables, y aunque el libro de nuestra historia permanece abierto, las páginas permanecen en blanco.
En última instancia, ver a alguien es como mirar a través de una ventana empañada hacia un mundo que ya no existe. Es un recordatorio de que el amor es frágil y que las personas cambian.
