Tan especial, como necesario.

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La rubia de ojos grisáceos y de una amabilidad cautivadora guió a los chicos hacia el Bosque Prohibido. Al llegar a un claro cubierto de una densa niebla, pudieron ver a aquellas criaturas aladas, cuya apariencia recordaba más a un dragón escuálido que a un caballo. Harry y Luna se acercaron a los Thestrals, quienes bufaron y agacharon la cabeza para recibir caricias. En cuanto a los otros muchachos, se quedaron atrás con aire de desconcierto, pues, según sus ojos, el pelinegro y la rubia parecían haber perdido la razón, acariciando tiernamente el aire. Luna, ensimismada en su ensoñación habitual, anunció que su transporte estaba listo.

Después de unos momentos, en los que Harry explicó que se trataba de Thestrals —criaturas que solo podían ver aquellos que han presenciado la muerte—, ayudó a sus amigos a subir al lomo de los animales. Tanto Ginny como Ron, versados ya en el Quidditch y acostumbrados a las alturas, no tuvieron mayor problema en aferrarse a "la nada". Todo lo contrario a Hermione y Neville, que lucían nerviosos y arrepentidos, pero ya no había marcha atrás.

Cuando Harry se posicionó delante, sobre su Thestral, dio un leve golpe con el talón al costado del animal, que emitió un relincho escabroso y comenzó a correr, extendiendo sus alas para emprender vuelo. Aunque no era un encantador de criaturas, volar sobre el lomo de un animal no le era ajeno; en su tercer año, durante la primera clase de Hagrid como profesor en Hogwarts, había montado a Buckbeak, el hipogrifo que ahora se llamaba «Witherwings», un nombre que le dieron para evitar que el Ministerio descubriera que era el mismo condenado a muerte dos años atrás. Aunque fugitivo, Buckbeak estaba seguro bajo el cuidado de Sirius. Pero Hagrid, quien también había tenido que huir, no contaba con esa misma protección. El pensamiento le dejó a Harry una punzada de culpa; habría querido haber podido proteger a su amigo, como Sirius lo hacía con Buckbeak.

Después de unos momentos, mientras el Thestral planeaba y la tarde caía, Harry divisó las Tierras Altas y el Valle de Hogsmeade, y justo detrás, a sus amigos, siguiéndolo de cerca. Parecía como si los caballos alados pudieran leer sus intenciones; siendo criaturas mágicas, a Harry no le extrañaba en lo más mínimo.

Pasaron algunas horas, durante las cuales las nubes cubrían la visibilidad. Al notar la densidad del aire, el frío repentino y el cielo teñido de un azul medianoche, Harry se dio cuenta de que habían llegado a Londres, nublada como casi siempre y refulgente bajo sus luces artificiales. Después de unos minutos, pudo ver el Big Ben y escuchar las campanadas de las doce. Ordenó al Thestral inclinarse para mirar más de cerca y divisó con algo de dificultad la calle con el puente en forma de arco que conectaba las dos esquinas, el mismo que había recorrido junto al señor Weasley en su visita al Ministerio. Observó a sus amigos detrás de él e hizo un gesto para que descendieran. Ellos inclinaron sus cuerpos, haciendo que los Thestrals, ávidamente, entendieran que era tiempo de volver a tierra.

Aterrizaron lejos de las farolas de la calle, en un callejón oscuro y desordenado, cubierto por montones de desechos muggles. El aire, denso y pesado por el hedor de la basura acumulada, hizo que los jóvenes, no acostumbrados a ese ambiente, contuvieran las arcadas. Harry y Hermione, sin inmutarse, bajaron de sus Thestrals y flanquearon ambos lados del boulevard. Al ver la calle desierta, comenzaron a caminar, y el resto del grupo los siguió cauteloso.

Se detuvieron frente a una típica cabina telefónica londinense. Justo antes de proseguir, Harry sintió un golpe en el estómago al recordar que la entrada al Ministerio requería de monedas muggles. Miró alrededor y divisó otra cabina más alejada. Tras pedir al resto de los chicos que se quedaran allí, se dirigió a la segunda cabina y revisó la rendija de metal donde se guardaban las monedas. No tenía otra opción. Sacó su varita después de advertir que nadie pasaba por allí y, colocándola frente a la rendija, murmuró:

Diffindo —con un susurro cortó el metal y decenas de libras británicas cayeron.

Sus amigos lo vieron regresar unos momentos después. Hermione observó las monedas que él le alcanzó, intuyendo que no las había conseguido de forma convencional. Sabía que muy seguramente Harry había infringido una vez más el "Decreto para la Prudente Limitación de la Magia en Menores de Edad", pero, con lo que estaban a punto de hacer, las reglas parecían carecer de importancia. Sin decir una palabra, tomó la moneda, dejando de lado cualquier reproche.

—Bien, Hermione, tú y Ron primero. Después... —Harry le dio otra moneda a Neville—. Tú y Luna —Neville aceptó y lo miró con tal seguridad que hizo a Harry sentir un profundo orgullo por su amigo—. Y yo —agregó, deteniéndose un momento al percatarse de quién sería su compañera de viaje. Miró de soslayo a Ginny, que lo observaba, para nada incómoda con la elección. —Con Ginny —tragó saliva y trató de disimular la incomodidad más hermosa que había sentido en su vida.

Hermione estaba tan preocupada que ni siquiera reparó en las decisiones de Harry, que parecían haber sido inconscientes. Todos asintieron y, primero, entraron Ron y Hermione. Quedaron un tanto pegados, y el pelirrojo, de vez en cuando, desviaba la mirada acongojado, mientras Hermione introducía la moneda en la ranura. Después partieron Neville y Luna, perdiéndose tras unos segundos de la vista de los dos restantes.

Finalmente, llegó el turno de Harry y Ginny. Cuando la plataforma volvió a ascender y la cabina se deslizó abriendo sus puertas, Harry vio, como si el resto del mundo se desvaneciera, que la bruja más hermosa que había visto jamás le tendía la mano. Ginny lo miraba con una chispa juguetona en los ojos.

—Es nuestro turno. Vamos —expresó, y al ver que Harry dudaba un instante, añadió con una sonrisa y un deje de inocencia —. ¿O no confías en mí?

Harry sintió su nerviosismo esfumarse un poco y le devolvió la sonrisa, tomando su mano. Caminaron juntos hasta el pequeño espacio de la cabina, quedando tan cerca que era imposible no abochornarse; sin embargo, esta vez no lo hicieron. Sus ojos se mantuvieron fijos, embelesados uno en el otro, y, en ese pequeño espacio, nada más parecía importar. La paz invadió sus almas, pese a la realidad tumultuosa a la que poco a poco se adentraban, como una suave poción de calma que, al ser bebida, parecía envolverlos en un respiro de quietud.

—Ginny —murmuró Harry con ternura, y en su voz se notaba un susurro de lo que no había sido dicho, una sombra callada que, por un instante, parecía encontrarse entre ellos.

—Harry —respondió ella, mirándolo con algo más que simple dulzura en la mirada, concentrándose en sus labios con una expresión que era a la vez tentadora y serena. Luego, sin mediar más palabras, mordió ligeramente su labio inferior, como si ese pequeño gesto fuese un preambulo a lo que estaba por venir.

Harry, con una mezcla de cautela y deseo, tomó la moneda con una mano temblorosa, sin apartar la vista de Ginny, y la introdujo en la ranura. Sin embargo, el sonido mecánico de la voz que comenzó a hablarles desde la cabina pasó desapercibido, ya que Ginny, sin previo aviso, rodeó con sus brazos el cuello de Harry, quien, sin pensarlo demasiado, la tomó por la cintura. El mundo alrededor de ellos se desvaneció como un suspiro en el viento, y todo lo que quedaba en el espacio estrecho era el ritmo de sus corazones latiendo juntos.

Sus labios se unieron en un beso tan especial como necesario, suave al principio, como si ambos temieran romper la burbuja que los rodeaba. Harry sintió cómo el tiempo se ralentizaba, dejando solo el calor de Ginny y el roce de sus labios, como un contacto que parecía decir más que mil palabras. El beso creció en intensidad, un primer paso hacia algo que ambos sabían, en el fondo, que había estado esperando mucho tiempo. Cuando finalmente se separaron, ambos respiraban entrecortadamente, como si algo hubiera cambiado en el aire a su alrededor. Se dieron cuenta de que estaban a oscuras. Harry, con una sonrisa silenciosa, tomó la mano de Ginny, aún saboreando el regusto de ese primer beso, y la guió hacia la salida de la cabina y luego hacia una de las chimeneas del Ministerio que emanaba un recalcitrante fuego verde.

Harry Potter y la Orden del Fénix. 2.0Donde viven las historias. Descúbrelo ahora