Del Otro lado

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Me encontraba en el desván, sudando como hielo bajo el sol, cuando la amarillenta hoja de papel captó por completo mi atención. La tomé con sumo cuidado, pues parecía que en cualquier momento iba a deshacerse entre mis dedos, y le eché un vistazo rápido.

Buenos Aires, 8 de marzo de 1985

Yo, Juan Bautista García, nacido el 14 de mayo de 1897, y encontrándome en plenas facultades mentales, por el presente manifiesto mi voluntad de otorgar testamento y nombro como únicos herederos de todos mis bienes a mis hijos, Rafael Eduardo García y María Soledad García.

Por favor, cuídense en mi ausencia.

Este testamento se hará efectivo a partir del día de la fecha, ya que mis días están contados con los dedos de una mano.

Firma, J. B. García

El puño y letra de mi abuelo era difícil de identificar, sobre todo durante sus últimos días en este plano terrenal, donde se percibía un ligero temblor y alguna que otra letra mal escrita por falta de coordinación. No llegué a conocerlo en persona, pero sí solía sentarme con mi madre a ver los viejos álbumes de fotos, esos que ahora se encontraban guardados en cajas y cubiertos por una gruesa manta de polvo. Si mi abuelo supiera que su hija murió hace cinco días producto de un cáncer terminal... ¿Qué sentiría? Probablemente se sentiría tan devastado como yo. O quizás estaría feliz de reencontrarse con ella, quién sabe.

El único que pareció no sentirse afectado por la muerte de mi madre fue mi tío, Rafael. Entendía que no se llevaban nada bien y que ese rencor mutuo tenía su nacimiento en la hoja de papel que hoy sostengo en mi mano. ¿Cómo pudo el testamento haber arruinado una familia? La última vez que lo vi, antes del funeral de mi madre, había sido en el casamiento de mi prima mayor. Aquella vez apenas se había dignado a saludarnos, de no ser por mi tía que se acercó a nosotros primero. Pero algo había cambiado en él con la muerte de mi madre. Lo noté muy ansioso; miraba para todos lados como si alguien invisible estuviera observando sus movimientos. Cuando se acercó a mí para abrazarme, me susurró que si encontraba un espejo de pie, con el marco de madera tallado a mano, que le avise. Ni siquiera fingió sentir pena por mi madre, y eso hizo que me hirviera la sangre. Decidí ignorarlo, pues de nada me servía llenarme de rencor en ese momento.

Aún así, la curiosidad por saber de aquel objeto que él buscaba me llevó a abandonar el duelo en mi habitación y empezar a revolver las cosas viejas de mi madre. Revisé el desván de pies a cabeza, incluso dentro de los muebles inservibles que por alguna extraña razón mi padre decidió conservar.

Aquella noche me costó conciliar el sueño. Las palabras de mi tío reverberaban en mi cabeza, como aves de rapiña a punto de devanarme los sesos. Cerré los ojos y me obligué a dormir. Fue entonces que tuve el primer sueño...

Caminaba descalzo por el pasillo. No podía ver nada en absoluto, la oscuridad era tan densa como un mar de petróleo, pero yo sabía que iba en dirección a la escalera del desván. Me planté debajo de la puerta trampa y observé sobre mi cabeza la cuerda que usábamos para poder abrirla. Se bamboleaba de un lado a otro, como si alguien acabase de utilizarla, pero no había nadie más que yo en ese lugar. Luego, desperté.

La siguiente noche tuve el mismo sueño extraño. Caminaba descalzo hacia el mismo lugar; me plantaba debajo de la puerta, observaba la cuerda moverse, y volvía a despertar. Al tercer día soñando exactamente lo mismo, decidí romper ese ciclo yendo hacia el desván. Era de día, pero el cielo encapotado proyectaba más sombras que de costumbre sobre las superficies.

Caminé por el pasillo, el real, no el de mis sueños, hasta el punto exacto donde solía despertar. Me planté debajo de la puerta trampa, estiré mi brazo y alcancé la soga. Tiré para desplegar la escalera y empecé a trepar. Una vez arriba, sentí una ligera ráfaga de viento rozar mi nuca. Observé en dirección a la pequeña ventana circular y confirmé que, como de costumbre, estaba cerrada. Me estremecí por completo.

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