Un mundo de globos

1 0 0
                                    

Desde que tengo uso de razón, siempre me gustaron demasiado los globos. Al principio me costaba inflarlos, es verdad. Recuerdo un sinfín de cumpleaños propios y ajenos donde me hacía el valiente con los globos. Le pedía uno a mi tía, al padre de un amigo o a mi mamá.

Yo antes era una garrapata. Medía demasiado poco y por eso hasta terminada la secundaria me decían Peque. Mi estatura no era impedimento para intentar inflar globos. Con todas las fuerzas del mundo yo soplaba esa goma fofa hasta que los cachetes se me ponían rojos. Pero nada, che. El globo seguía intacto, sin evidencias claras de haberse querido engordar. Soplaba como el orto en ese tiempo. No sé qué carajo hacía. Capaz inhalaba, como con esos que son de helio. Nunca me gustaron los globos de helio. Son para otra clase de gente.

A mí me gustaban los globos normales porque nunca terminaba de entenderlos del todo. Incluso ahora que sé inflarlos. Cada tanto me pregunto a quién se le ocurrió inventarlos y por qué. Estoy seguro de no dar nunca con la respuesta correcta. En el fondo eso me conforma. Más que nada porque me gustan los globos. Que estén ahí, invadiendo espacio al pedo, pero decorando el aire que precisamente está al pedo, sin colores, aburrido.

Creo que fue para mis 7 años que mamá me festejó el cumple en el reservado del McDonalds. Era un lugar muy especial ese. Alrededor de diez mesas eran nuestras. Se podía gritar, saltar por encima de Ronald e incluso teníamos un pase libre al pelotero. En el reservado había globos que ya estaban inflados bien llegamos. Serían unos cuatro globos. Una miseria, aunque bastante bien como para que se inflen solos. Eso me evitaba papelones.

Con el tiempo entendí que los había inflado una empleada de la cadena. De haberlo sabido en su momento, le habría preguntado si se le ponían los cachetes rojos como a mí.

Para ese entonces, mamá y papá ya estaban separados. Un poco se odiaban. Mamá no me compraba globos para que infle porque me frustraba, pero papá me los compraba porque sabían que me gustaban, aunque en realidad lo hacía para hacer enojar a mi madre.

A ese cumpleaños, papá cayó con tres regalos: un par de zapatillas, un inflador y un paquete de 180 globos. No me olvido más ese número. Tampoco la cara de mamá al verme abrir ese paquete. Ella no se animó a decirme nada, pero se llevó a papá afuera del reservado y se fueron a discutir en el estacionamiento. Siempre me dio gracia esa secuencia. Incluso a esos años. Los locos se fueron a pelear disimuladamente sin acordarse de que todas las paredes del McDonalds eran vidriadas. Se vio cada detalle. Varios de mis amiguitos se acercaron a preguntarme qué onda. Otros me consolaron no sé por qué. Yo estaba en la mía inflando globos. Aproveché que los otros dos estaban peleando e inflé todos los globos. Los 180.

Cuando mamá y papá vinieron de pelear, el reservado estaba totalmente invadido por globos. Así como cuando los ponen en una caja que se abre para que vuelen por los aires en año nuevo, pero sin una caja que se abra.

Me hubiese encantado ver las reacciones de ellos. Me los imagino con la boca abierta y alargada. Perplejos. Por desgracia –y también por fortuna– tenía la visión limitada por culpa de los globos. Las caras de mis amiguitos tampoco se veían por esos hermosos inflados globos. Lancé una carcajada al ver e imaginarme desde afuera la escena. Mi risa se contagió y todos, absolutamente todos los invitados a mi cumpleaños de siete, rieron sin parar. Fue uno de los momentos más felices de mi infancia.

Por esa, y también por todas las veces que inflé globos, ahora me dedico a hacer lo que me dedico. Sí, es evidente: aprendí a inflarlos. Al inflador que me regaló papá lo usé solo unos meses. No me daba mucha gracia. La alegría estaba en inflarlos por mi cuenta y verlos. Cuantos más eran, cuanto menos se veía el mundo, más feliz era yo; más risas había también. Mías, de mis compinches, de la gente que estaba ahí y no entendía nada. Las personas somos más felices con globos en la mano. Ese es ahora el slogan de mi empresa.

La fundé a los 18 años, bien terminado el colegio. Al revés de todos los emprendimientos, no tengo ganancias. De hecho, la cosa va a pique. Es una pérdida constante económicamente hablando, pero eso no importa. Siempre prioricé la risa.

Mi empresa se dedica a comprar globos e inflarlos. Todavía no tengo empleados, aunque a veces sí voluntarios, gente que le gustan los globos como a mí. A veces caemos en restaurantes, congresos de medicina, ferias de ropa, exhibiciones de autos usados. Ahí los empezamos a inflar a los globos, uno por uno, y los vamos dejando. Las personas no suelen darse cuenta de lo que estamos haciendo hasta que hay un centenar de globos inflados. Cuando vamos a estos lugares privados, suelen echarnos antes de que el espectáculo sea una maravilla.

Por eso ahora, tras dos años de laburo, nos dedicamos a inflar globos en plazas, estaciones de trenes y actos políticos. Ahí el derecho de admisión y permanencia es más flexible. Una vez le llenamos la cara de globos al intendente de San Vicente. Después nos echaron del edifico municipal, por supuesto. El tipo estaba hablando sobre la construcción de un paso bajo nivel y de repente le soltamos 742 globos. Empezó a los manotazos limpio cuando los vio. Los presentes en esa conferencia se estallaron de risa. A nosotros nos vetaron de por vida, perdimos dinero, pero hicimos felices a un grupo de personas, y eso nos ponía contentos a nosotros también.

Quisiera no tener que dejar este trabajo nunca. De hecho, mi meta es que la empresa crezca, que llegue a otros países, a los Estados Unidos, a Colombia, a Papua Nueva Guinea.

En una changa de pintor que hice este año casi que me agarra un arrebato que podría compararse con este. Tenía que pintar unas rejas de verde para mi vecino. Era un verde esmeralda, muy lindo a los ojos. Estaba tan ensimismado con el color que expandí la pintura hacia una pared que tenía que quedar como estaba, blanca. Pinté toda esa pared y pensé en lo mucho que me gustaría pintar el mundo de verde esmeralda. Todo, absolutamente cada cosa que haya en este mundo. Los autos, los televisores, los pisos, los techos, las veredas, las calles, edificios enteros del mismo color. Calculé un presupuesto aproximado y desestimé la idea. Además, la monotonía de hacer todos los días lo mismo me iba a cansar.

Acá, en cambio, inflo globos en distintos lados. Sin embargo, a medida que crezco, a medida que me echan de lugares, me juzgan y se ríen de mí por lo que hago, siento que debo abandonar mi misión. Sé que la gente también comenta que mi empresa no es redituable. Ellos no saben que con llenar el mundo de globos me sobra y alcanza.

Un mundo de globosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora