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Me acurruqué contra Kaiden en el sofá y aproveché para robarle algunas palomitas. No sabía cómo, pero había conseguido convencerle para hacer una maratón de películas de Barbie.

Era nuestro último día juntos y me había prometido a mí misma disfrutarlo, atesorar un último recuerdo antes de decirle adiós.

—Sam.

—Dime —respondí con la boca llena de comida.

—Hace unos días que estoy pensándolo. Sé que es una locura, y no tienes que decir que sí, puede mandarme a la mierda si quieres. Igual es demasiado pronto. No te había dicho nada porque estábamos demasiado ocupados. Pero había pensado que, igual, si quieres, pero solo si quieres, ¿eh?

Ya había dejado de prestar atención a la película.

—Suéltalo.

—Podríamos irnos a vivir juntos.

Abrí los ojos como platos antes de empezar a toser.

Hostia la palomita.

Me levanté del sofá, intentando respirar.

Cómo te mueras por esto te mato yo luego.

Kaiden se levantó, golpeándome en la espalda, intentando ayudarme. Al final, conseguí tragármela. Lo miré con la respiración acelerada y los ojos cristalizados.

—¿Acabas de pedirme que me vaya a vivir contigo?

El pobre se puso rojo como un tomate.

—No. o sea, sí, pero había pensado que podríamos vivir en tu piso. Yo solo llevo un año en el mío y sé que... sé que este sitio es importante para ti, has conseguido transmitirle tu esencia y como ya estoy aquí casi siempre... Da igual, ha sido una tontería, no sé por qué lo he dicho, si ya somos vecinos.

—¿Lo estás retirando?

—Eeeeeeh, no lo sé. No quieres, ¿verdad? Casi te mueres cuando te lo he dicho, puedes decirlo, no pasa nada.

—Kaiden.

Él siguió hablando, como si no me hubiera escuchado.

—Olvídalo, ¿vale? Queda terminantemente prohibido volver a mencionar esto durante los próximos...

—Kaiden, sí quiero.

—...tampoco quiere que te sientas presionada, llevamos poco tiempo y... ¿espera has dicho que sí?

—Sí quiero que vengas a vivir conmigo. Mi piso es claramente mucho mejor que el tuyo.

Ahí estaba, esa mirada suya, chispeante como la de un niño al que regalan un caramelo.

—¿Sí?

—Claro que sí. ¿A quién le importa que llevemos poco?

—¿¡Por qué has tardado tanto en decirlo?! ¡Casi me da un infarto!

Empecé a reírme. Había estado tan gracioso negándolo todo y rojo como un semáforo.

—¡Eras tú quien no me dejaba hablar!

—¡Haberme cortado!

—¡Lo he hecho! ¡Vamos a vivir juntos!

Se agachó lo justo para entrelazar las manos por encima de mis rodillas y elevarme, dando vueltas conmigo. Me sentía como Simba siempre que hacía eso.

A Bad Badboy || EN CORRECCIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora