Hoy trataré de llegar a algún lado.
Me tomaré un descanso de lo cansado que resulta vivir entresemana, y voy a irme lejos. Abordaré el primer vagón que vea abrirse y voy a decirle adiós con la mano al pueblo. Adiós con la mano: una imagen familiar para mí pues lo cierto es que la he leído en libros. No ha llegado la oportunidad de escribir sobre ella.
Hoy no es el día.
Cruzo las piernas sobre el asiento de cuero del tren mientras observo la calidez del cielo. El azul ya se ha diluido entre los tonos anaranjados y rosados. No queda mucho para que el paisaje sobre mí se oscurezca.
Cuando finalmente sea hora de dormir podré ver el cielo. Ahora no puedo hacerlo porque es todo brillante. Me lastima los ojos. Pero de una forma distinta en que lastima conocer la luz después de haber estado tanto tiempo a ciegas. Me refiero al finito de nuestros ojos cuando intentamos advertir la inmensidad. El cielo es inmenso.
Me quito el sombrero de copa negro que traigo puesto, y me pongo a pensar que el cielo que más me gusta es el de día. Paradoja.
¿Cómo puede gustarme más si, no puedo verlo por más de veinte segundos sin apartar la vista?
Al cielo de noche, en cambio, puedo verlo hasta que comience a aclararse al día siguiente.
¿Por qué?
No puedo entenderlo. No puedo ver lo que más me gusta en el mundo. No me queda más que conformarme con lo único que mis ojos tienen la disposición de ver.
¿Tú lo entiendes?
Se me estruja el corazón al darme cuenta de esto. Hay tantas cosas que no entiendo. Aprieto la mandíbula, desesperada por entender. Por no entender. No quiero ver nada más.
Algo aparte del fondo azul con acuarelas, que me rodea, y al resto del mundo también. El cuadro con vida que cambia de perspectiva... No quiero verlo sin su luz.
Hoy, de nuevo, me quedo dormida con la cabeza apoyada en el respaldo: sin saberlo.
Vendrá otro día en que pueda averiguarlo.