Axel

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—Me gusta esa chica.

Miré boquiabierto a mi mejor amigo como si le hubieran salido no dos, sino tres cabezas del cuello al decir eso de repente.

—¿Qué chica? —pregunté, intentando averiguar qué pasaba por la cabeza de mi mejor amigo.

—La de la cafetería. La camarera del otro día.

Habían pasado cinco días desde que habíamos entrado en aquella cafetería, sabiendo que lo más probable era que nos echaran de allí en cuanto pusieran un pie en su interior porque ya era la hora de cerrar, y nos había atendido una camarera demasiado directa.

En opinión de Raúl, había sido una chica bastante amable al principio a la hora de tomar nota. Pero, en cuanto abrí la boca y empecé con lo que Raúl le encanta llamar mi actitud de "niño rico malcriado y creído", la chica dio un giro de ciento ochenta grados en cuanto a su actitud y no tardó en mostrarse realmente seria y fría, además de realmente directa a la hora de mostrar que no le había hecho gracia que no pudiera irse a casa por atendernos.

—Raúl, ¿a ti cuándo no te gusta una chica? —pregunté, haciendo que el recién nombrado se quedara callado— Solo te da curiosidad, eso es todo. Mañana salimos de nuevo y te encaprichas de otra chica.

—Puede ser —dijo Raúl, mirando el techo de su habitación—. Pero yo quiero volver a esa cafetería.

—Con un poco de suerte, tienen whiskey esta vez.

—¿No tenías hoy una cena en casa de tu abuela? —me preguntó Raúl, haciendo que resoplara.

Axel Soto Rivera.

Ese es mi nombre.

Vivía con mi padre y mi abuela materna en una gran casa de las afueras, aunque mi familia tiene varios apartamentos repartidos por toda la ciudad y suelo vivir en ellos de lunes a viernes. Mi familia era lo más cercano a la realeza que había en la ciudad, sin siquiera pertenecer a la nobleza.

Por lo menos, mi padre no lo era.

Mi abuela, por el otro lado, era otra cosa diferente. Ella fue reina consorte y, por ello, mi madre fue una princesa que renunció a su título de realeza por casarse con mi padre y formar una familia.

Mi padre, pese a no ser familia de príncipes y reyes, era bastante conocido por todo el país. Pertenecía a una familia de médicos que, desde hace tres generaciones, construyeron hospitales que pronto se convirtieron en los más efectivos y recomendados de todo el país.

Lo que me convertía en un chico de veinticinco años que estaba emparentado con la familia real y un estudiante muy respetado en la facultad de medicina. Me gradué con honores y acababa de examinarme del MIR, al menos cuando no estaba de fiesta hasta altas horas de la madrugada.

—Sí, es cierto. Tenía algo importante que decirme, pero no sé por dónde me saldrá ahora esta mujer —le dije, buscando mi chaqueta y las llaves del coche—. ¿Salimos esta noche?

—Qué va, tío, mañana tengo que currar —dijo Raúl, despidiéndose con un choque de puños—. Pero podemos quedar mañana y me cuentas qué tal con el fósil de tu abuela.

Miré a mi amigo para que se diera cuenta de que ese comentario había estado fuera de lugar. Mi abuela podía tener casi noventa años, pero la mujer parecía que tenía setenta por lo bien que se conservaba y por cómo vivía. No tenía ningún lapsus de memoria, siempre caminaba por lo menos una hora por el jardín para "estirar las piernas" e incluso hacía las cuentas de su casa.

Como médico, era un caso digno de estudio porque no conocía a señoras de esa edad que se comportaran como ella. Y como nieto, le hacía sentirse afortunado porque no muchas personas de su edad pueden decir que sus abuelas siguen viviendo.

Un amor por casualidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora