Capítulo 5. Reflexiones en Hamburgo

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Quería matarlo.

Si hubiese tenido la libertad de cometer un asesinato sin ningún tipo de consecuencias legales ni morales, Iker ya no estaría en este mundo.

Pero mientras yo fantaseaba, él caminaba delante de mí, fotografiándolo todo con una enorme sonrisa en la cara.

Acomodé mi mochila en la espalda, y tomé aire para alcanzarlo, sudando como una condenada puerca bajo el sol de Hamburgo.

—¿Por qué teníamos que traer nuestras mochilas a cuestas? —pregunté, molesta.

—Porque no sabremos dónde estaremos cuando anochezca.

—Déjame decirte que para eso sirve la planificación que tanto odias,

Se rio e ignoró mis quejas, igual como lo había hecho las últimas 3 horas.

El día anterior, rentamos un vehículo y recorrimos la ciudad desde temprano. Conocimos a un grupo de amigos holandeses, con quienes quedamos en un bar cercano a nuestro hostal y bebimos hasta la madrugada.

Volvimos a eso de las 3 de la mañana donde no supe del mundo en cuanto puse la cabeza en la almohada.

Al menos hasta que me desperté de un sobresalto con los sonidos de golpes en la puerta que provenían del exterior. Iker llamaba usando mi nombre completo con voz de fastidio. Eran las 7 de la mañana, habíamos dormido con suerte unas 4 horas y él ya estaba duchado y vestido.

A penas me dio tiempo de preparar mis cosas y cambiarme de ropa, así que para no dejar mi cabello hecho un desastre, lo até en una coleta baja y sujeté mi flequillo con el pañuelo amarillo de mi madre a modo de diadema. Desayunamos en el hostal, y luego tomamos nuestras cosas, y después de preguntar dónde iríamos, mi compañero me irritó repitiendo «Donde nos lleve el viento»

—Mira esa linda cafetería —dije, tomándolo de la camiseta y apuntando a un local con unas mesas en el exterior, que me quedé viendo con ilusión—. ¿No se te antoja un jugo natural?

Iker me observó de pies a cabeza. Hizo unas muecas, decidiendo mentalmente si era una buena idea detenernos o eso nos retrasaría a donde sea que tuviese planeado ir.

—Ok...

Cambiamos el rumbo y esperamos en una esquina para cruzar hasta la cafetería. Fue ahí cuando un vehículo se detuvo y nos tocó la bocina con insistencia.

—¡Hey! —saludó alguien desde el interior.

A Iker le tomó medio segundo reconocerlos. A mí un poco más. Eran los mochileros de la noche anterior. Gritaron unas frases en inglés del que logré entender solo algunas cosas. Algo sobre una playa.

—¿Qué dicen? —pregunté.

—Van a un camping cerca del Río Elba. Un lugar que parece un balneario. Nos invitan a ir con ellos. ¿Te gustaría?

—Lo que sea por dejar de caminar un rato.

Me subí a la furgoneta, incluso antes que él, de pura emoción de darle un descanso a mis pies. La parte trasera del vehículo estaba desprovista de asientos y el grupo se acomodaba entre cuerpos, cojines y equipaje. Incluyendo al conductor y su copiloto, en total éramos 8 personas, 3 mujeres y 5 hombres.

Estreché manos a todos, que me devolvían el saludo con sendas sonrisas. Me ofrecieron galletas, botellas de agua y algo que olía sospechosamente a alcohol.

Iker se sentó a mi lado, dejando su mochila en su espalda como soporte, y pasó su brazo por encima de mis hombros, acercándome a él. Me sorprendió el gesto, pero él parecía relajado, como si estar tan pegado a su cuerpo en un caluroso vehículo lleno de desconocidos fuera lo más normal del mundo.

Donde el sol se escondeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora