El ascensor y su locura

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En un día de oficina como otro cualquiera, Joel llevaba su café recién comprado del tenderete de Lía, la chica que siempre se ponía enfrente de las oficinas más importantes para ganar más dinero. Siempre se había fijado en ella, pero nunca se atrevió a intentar nada serio. El café era doble — o un 'americano' como lo llaman los modernos —. Le echaba un poquito de azúcar, pero no demasiada. Que estuviera más amargo le recordaba que la vida sí tenía sabor, aunque fuera del más amargo. Además, esa cafeína le sentaba fenomenal y le servía de apoyo para afrontar el largo día de trabajo ante el monitor de su ordenador.

Joel era un hombre de costumbres; así que, además de su matutino chute de energía, él llevaba también un maletín de cuero, de esas caras que todos hemos visto alguna vez en las películas. Al parecer, él también veía muchas películas al volver de casa de su aburrido rincón en el trabajo, y quizás sacó la idea de llevar ese serio, no tan práctico, maletín al curro. Por si no fuera poco para completar la imagen soporífera que todos recreamos en nuestra mente al pensar en un oficinista, a Joel no se le olvidó ningún detalle para que esto nos sea más fácil: cada día llevaba un traje gris, una camisa blanca o celeste y unos botines marrones bien abrillantados. Iba arreglado, sí, pero supongo que también era una de las pocas motivaciones que tenía para levantarse y comenzar de nuevo su jornada en la monótona realidad en la que estaba inmerso, tras la silla alargada y las cuatro paredes acartonadas que separaban su cubículo del contiguo.

El café no solo era un vicio mañanero, era un elixir que la transportaba a una realidad más cálida; a un lugar donde se sentía lo suficientemente cómodo como para compartir esos sorbos con unos colegas del trabajo. No es que no fuera sociable o que sus compañeros ariscos, solo tenían tiempo para socializar y mucho menos, en un entorno que no invitaba a ello. Entonces, cuando bebía su café no solo bebía café, sino que se estaba nutriendo de todo eso que su trabajo le impide experimentar: la vida. Por esta razón, el café era indispensable en el viaje del ascensor hasta la planta en la que Joel dejaba de ser parte del mundo y se conectaba con su trabajo como una máquina programada para ello.

En ese cubo metálico, en el que el único entretenimiento son los cuadros estampados en el suelo, y lo que se ve son almas vacías y extrañas reflejadas en un espejo, un café es una bendición. Joel, como el resto de las personas que suben con él cada día, odiaba empezar conversaciones ahí, pues sabía le llevarían a ningún sitio y que la otra persona no prestaría realmente atención. Así, con el tiempo, Joel pasó a ser también uno de esos fantasmas sin alma, de esos que ni siquiera sonríen al hablar con sus madres al teléfono. La mínima intervención se convirtió en un lujo, el 'buenos días' era el sonido más placentero. Pero, incluso eso, se perdió entre las muecas pagadas de los compañeros de Joel, hasta que un día él mismo se desvaneció por completo en ese laberinto depresivo y nunca más se supo de su antiguo yo: alegre, animado, tímido pero confiable, en resumen, un buen tío que ha sido consumido por un oficio que, a pesar de pagarle un pisazo en el centro y que le da de comer, es el vampiro de sus ilusiones y sus sonrisas.

El café, por tanto, su única distracción en una vida que parecía una pesadilla que revivía una y otra vez, como si de un videojuego se tratara. Sin embargo, este día que os menciono su vida empezó a cambiar, por algo mundano como un saludo inusual.

Como sabéis, estamos en el ascensor con Joel y su café, rodeado de zombis que se dirigen a sendos espacios de curro. En esta aburrida colección de personas, hay, no obstante, algo peculiar: una cara nueva. Joel se arrimaba a la puerta, pues el ascensor ya se acercaba a la quinta planta cuando, para su sorpresa, uno de los zombis se posicionó a su vera izquierda y le preguntó:

—¿Nuevo aquí?, decía el hombre misterioso

Ante esto, Joel, gratamente sorprendido por la aparente humanidad de aquel sujeto, le miró para responderle y se dio cuenta de que ese era el hombre del que se había oído hablar en la oficina los últimos días. Todos decían que al edificio había llegado una cara nueva, más tirando a los cincuenta que al resto de edades más tempranos que casi todos allí compartían. A Joel le resultó muy peculiar todo aquello, ¿un cincuentón en una empresa de veinteañeros? Pero, por si fuera poco, este señor era catalogado por raro, curioso y otros tantos adjetivos que denotaban la 'locura' de aquella figura tan distintiva entre aquella manada de robots cotillas.

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