CAPÍTULO 10 - EL ARQUITECTO

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La sala donde se encontraban se agitaba como una hoja frente a la tempestad. Andrew no sabía si se enfrentaban a un terremoto que casualmente había despertado tras sentarse en los sillones mágicos o si realmente ellos habían provocado aquel suceso. ¿Estaría temblando toda la escuela? ¿Los iban a expulsar por esto? Las llamas de la chimenea se encendieron por sí mismas, alternando brillos escarlatas, dorados, azulados y esmeralda. La sala comenzó a oler a hierba recién cortada, a libro nuevo, a vino especiado y finalmente a escalopes de pollo. Todo a su alrededor era un caos de sensaciones que abrumaba sus sentidos y los de sus compañeros, a juzgar por las caras que tenían. Atwood parecía asustado, tenía en sus ojos la mirada de quien acaba de romper un jarrón carísimo. Jade tenía las orejas completamente rojas y los ojos desorbitados, igual que cuando había aparecido el ente oscuro en el pasillo. Y Susane... ¿estaba disfrutando de aquello?

El temblor cesó de la misma forma que comenzó. La sala ahora permaneció iluminada por el fuego de la chimenea, que había adoptado un natural color anaranjado, y por varias de las lámparas que habían visto apagadas al entrar, desprovistas ahora de polvo y telarañas. El olor de la sala también se había estabilizado, aunque Andrew no lo reconocía del todo. Le recordaba a un perfume caro de los que usaba su padre. Se percató entonces de que su cuerpo estaba tenso y de que había marcado con las uñas el reposabrazos del sillón. Poco a poco logró destensar los músculos y volver a la normalidad.

—¿Qué acaba de pasar? —preguntó Atwood. Fue el primero en hablar.

—No lo sé, pero quiero irme de aquí. —dijo Jade. —Yo no quiero tener nada que ver con esto.

—¿Y por qué te sentaste entonces, Jade? —le recriminó Susane. —Nadie te obligó.

—No os peleéis, chicas. —les rogó Andrew. —Está claro que hemos descubierto algo secreto, pero no parece que vayamos a resolver nada esta noche. Propongo que nos marchemos cuanto antes y volvamos a las salas comunes, cuando esta noche haya pasado y el trol esté controlado podremos volver. Siempre que no nos expulsen por desaparecer tras el banquete, claro está.

—Ejem.

—Salud, Atwood. Como iba diciendo, no es que no me entusiasme lo que sea que acabamos de descubrir. Susane, está claro que tu hermano estaba en lo cierto cuando te dijo que este lugar era especial. Pero deberíamos...

—¿Salud? ¿Qué quieres decir? —interrumpió Atwood.

—Has estornudado.

—No, tú has estornudado.

—Creo que me daría cuenta de eso, ¿no te parece?

—Chicos. —dijo Susane, señalando con el dedo hacia la pared de la chimenea. —Ya no estamos solos.

Andrew se había fijado en el cuadro que colgaba sobre la chimenea nada más entrar en la sala. Mostraba una estancia vacía, con una silla de madera de respaldo alto y algunos libros dispersos por una estantería al fondo. Le había parecido extraña la composición de aquella obra, pero no era ningún entendido de arte. Sin embargo, el cuadro ahora estaba ocupado por una figura solemne que los miraba atentamente. Era un hombre de facciones arrugadas, con dos grandes esferas de color gris como ojos y una barba blanca muy similar a la del director. Vestía una túnica larga de color azul oscuro y un sombrero de punta que parecía pasado de moda.

—Gracias por prestarme atención. —dijo con una voz pomposa y un marcado acento escocés. —No recuerdo la última vez que esta sala estuvo viva, pero me alegra veros por aquí.

—No sabíamos que el cuadro estuviera ocupado. —dijo Andrew.

—Todos los cuadros de esta sala están ocupados, joven águila. Sin embargo, y como podréis comprender, tantos años de inactividad nos han obligado a buscar otros hogares con mejores compañías.

Wizarding World: El Ataúd de WiggenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora