Vale, pero ¿y si la vida me da pepinillos?

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En el preciso instante en que tendría que haber caído con un cuchillo muy afilado clavado en el corazón, un rebrote de adrenalina me aceleró el pulso y el mundo empezó a moverse a cámara lenta a mi alrededor. Miré el lento avance del cuchillo. Miré el rostro congestionado y furioso del hombre, con el gesto crispado en una mueca. Sí, quería verme muerta. Menuda mierda, porque ni siquiera lo conocía. Luego miré a un lado. Mi padre estaba sentado en el suelo de la cocina, atado y amordazado. Sentí de nuevo el empuje de la adrenalina al ver la sangre corriéndole por un lado de la cabeza y los ojos desorbitados por el miedo, aunque no por lo que pudiera pasarle a él. Sino a mí.

El cuchillo seguía acercándose. Volví a mirarlo justo cuando la punta rasgaba la piel bajo la que se ocultaba mi corazón. Sin saber lo que hacía, me agaché y el mundo recuperó su velocidad normal de sopetón. El hombre, incapaz de detenerse a tiempo debido al impulso que llevaba, continuó su trayectoria hacia la pared que tenía a mi espalda. Levanté mi propio cuchillo en el momento en que él pasaba de largo por mi lado y, entre su velocidad y la fuerza con que alcé el brazo, le hice un corte en el cuello.

Tropezó con varias cajas y se dio de bruces contra la pared. El golpe lo dejó medio atontado y se le cayó el cuchillo, que envié debajo de las mesas de trabajo de una patada antes de acercarme corriendo a mi padre, sin quitarle el ojo de encima a mi aspirante a asesino. El hombre se tapaba el cuello con las manos mientras la sangre manaba a borbotones de entre sus dedos con un ruido raro.

Me sentí un poco mal, pero había empezado él.

No fue hasta entonces que oí las sirenas. Tal vez mi padre había tenido tiempo de accionar la alarma silenciosa antes de que el hombre lo hubiera reducido. Intenté quitarle la mordaza, pero el tipo le había dado varias vueltas (parecía que le gustaba la cinta adhesiva) y, además, empecé a tener la sensación de que caía desde una altura vertiginosa. Se me nubló la vista y perdí el equilibrio, por lo que acabé desplomándome contra el armario que tenía al lado. Inspiré hondo, volví a enderezarme y me puse a buscar el extremo de la cinta adhesiva, que parecía tan escurridizo como el final del arco iris. Tampoco ayudaba demasiado que fuera incapaz de controlar el temblor de mis dedos.

Oí que una pareja de policías irrumpía en el bar por la puerta de atrás.

—¡Estamos aquí! —grité, mirando a mi atacante.

Se agitaba como un pez fuera del agua, retorciéndose sobre las cajas intentando ponerse en pie mientras trataba de taponarse la yugular.

Los policías entraron en la cocina con cautela hasta que nos vieron y uno de ellos acudió corriendo a mi lado para echarme una mano. El otro pidió refuerzos y llamó a una ambulancia.

—Ese hombre ha intentado matarme —informé al poli, un poco aturdida.

No conocía al agente. Era joven, seguramente un novato.

El oficial echó un vistazo atrás mientras desenrollaba la cinta adhesiva de la cabeza de mi padre y luego se volvió hacia mí.

—Creo que ha ganado usted —dijo, guiñándome un ojo.

Por un instante, me sentí orgullosa.

—Sí, creo que sí. —Volví a mirar al hombre pez—. Se abalanzó sobre mí con un cuchillo bastante afilado.

El otro poli había esposado al hombre y estaba presionándole la herida del cuello con un paño de cocina. Recé por que no muriera desangrado. Nunca había sido la causa directa de la muerte de alguien.

El novato consiguió retirar toda la cinta adhesiva.

—Lo siento mucho, cariño —se disculpó mi padre, con voz ronca.

Segunda Tumba a la Izquierda (Sahyo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora