Capítulo Único

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El salón de casa nunca había sido un lugar tan ahogante y silencioso, un silencio incómodo formado después de mi confesión. Las manos me temblaban y la humedad de las lágrimas aún se percibían mis ojos. El policía, con expresión seria, tomaba notas mientras intentaba comprender la situación.

—Aizen, necesitamos saber todos los detalles —suspiró este, sobreponiendo su voz por encima del suave tic-tac del reloj de la cocina—. Cualquier cosa que nos puedas decir podría darnos una pista sobre lo que llevó a tu amigo a hacer esto.

—Había algo más —afirmó otro oficial a la vez que inspeccionaba discretamente su alrededor. Se detuvo delante de un cuadro que pintó Frey.

Lamí mis labios con nervios mientras pestañeaba varias veces, evitando que las lágrimas volviesen a resbalar por mis mejillas.

—¿Pasa algo? —me preguntó el oficial que tenía enfrente, sentado en la silla. Al ver que mis ojos estaban fijos en algún punto detrás de él, él se giró para saber donde miraba, descubriendo que se trataba del cuadro—. ¿Quién lo pintó? —me removí en mi sitio, pasando el peso de un pie al otro, incómodo—. ¿Lo hizo Frey?

—Claro que fue él —le respondió el policía que observaba el objeto colgado en la pared—. Creo que sé la razón por la cual lo hizo...

La luz tenue de la lámpara que iluminaba la estancia era suficiente para que ellos viesen como mis ojos estaban llenos de nostalgia y tristeza, por lo cual, aquel oficial sabía que diciendo eso, yo confesaría todo lo sucedido.Sin darme cuenta, me sumergí en un remolino de recuerdos. Las imágenes del pasado emergieron como espectros, vacilando entre la realidad y la memoria, desplegándose enfrente de mí como un mosaico hecho con las más profundas emociones de mi corazón.

Las risas compartidas con él ahora eran notas perdidas en el silencio del presente, una melodía continua que se había aturado de repente. Su sonrisa, que antes iluminaba mi vida, ahora era como la simple luz de la lámpara, casi apagada. Casi, porque en los recuerdos siempre la vería. Los abrazos que se habían detenido de golpe llegaban como un suave recuerdo de la calor humana que ya no podía sentir. Con cada recuerdo, la presencia de él se hacía más intensa, aunque ya no era tangible. Este remolino se convirtió en un viaje introspectivo, donde la melancolía se mezclaba con la gratitud por haber tenido estas vivencias.

.

—Aizen, ¿qué te parece?

Se volvió hacia mí con una sonrisa iluminando su rostro, más de lo que le iluminaba la luz procedente de la ventana, que mostraba un cielo anaranjado.

Observé aquella pintura a medio terminar donde se mostraban dos figuras humanas sentadas en las escalerillas de la entrada de una casa, cogidas de la mano bajo el porche que les cubría de la lluvia.

—Eres todo un artista —le contesté levantándome del sillón y caminando hacia él.

Su suave risa se sobrepuso por completo sobre la melodía que sonaba en el tocadiscos de la abuela. Todo se quedó en silencio, excepto por su carcajada.

Las tardes con él eran cortas y yo solamente quería que fueran eternas. Deseaba pasarme toda la vida viendo cómo Frey pintaba bajo la luz del atardecer, escuchando una o muchas veces nuestra canción, hablando de todo y nada. Deseaba todo lo que tenía que ver con él, era todo lo que quería, era suficiente para sentirme vivo.

Pasé el brazo por sus hombros para contemplar los dos juntos la obra. Hacía tiempo que los gestos amigables, que antes pasaban desapercibidos, ahora tenian un significado. Una conexión especial, una resonancia inexplicable. A medida que compartíamos risas e historias me sorprendí a mí mismo analizando cada detalle de la presencia de Frey. La forma en que sus ojos brillaban al contar una anécdota, la calidez de su sonrisa, y la proximidad física que antes parecía común, ahora desencadenaba una mezcla de nerviosismo y anhelo.

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