Capítulo 1

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La muerte no sorprendió a Jacinto. Era una cita que esperaba desde hace años. Es que Jacinto ya era un muerto en vida. Parte de él murió esa tarde fatídica en la que montó el caballo que, al cruzarse con una víbora, se asustó, corcoveó y arrojó al jinete al suelo. El cuerpo de Jacinto quedó inmóvil para siempre. Los peones lo llevaron a la casa, en una camilla improvisada con unas sábanas. El médico le dijo a Rosa que no podía hacerse nada por él. Fue a partir de esa tarde que su esposa pasó a actuar como madre. Lo aseaba, le daba de comer papillas, le cortaba el pelo y lo afeitaba. Al principio, sus dos hijas, todavía pequeñas, lo miraban desde el umbral de la puerta. No se atrevían a acercarse a ese ser inmóvil que conservaba el aspecto de su padre. La primera en quebrar ese muro invisible fue Rosita, la más pequeña, acaso porque se le desdibujó más pronto el recuerdo de esa figura paterna omnipotente que había sido Jacinto. La niña tendía su juego de té sobre las sábanas manchadas con saliva y restos de comida. Entre infusiones y confituras imaginarias, Rosita convertía a su padre en un príncipe de un país lejano, un sultán de las mil y una noches, un espadachín que la salvaba de un villano, o en un emperador de la China.

A Margarita se acercó a Jacinto como confidente de sus secretos. En el vendaval de emociones que es la adolescencia, ese cuerpo inmóvil pasó a ocupar un rol de guardián de los sentimientos más profundos de Margarita. Su estado le impedía hacer comentarios y juicios de valor sobre las palabras, a veces torpes, que emanaban del corazón de la chica. A diferencia del cura de la parroquia, Jacinto no imponía ninguna penitencia para las confesiones de su hija. Escuchaba y no juzgaba.

Fue en una tarde de fines de primavera, mientras un benteveo rompía el silencio de la siesta con el estruendo de su canto, que entró Margarita en la habitación de su padre con un ramo de jazmines entre sus manos. El perfume dulzón impregnó el aire de la habitación. Margarita estaba perdida entre los sueños de vigilia que su imaginación le propiciaban.

—Papá, estoy enamorada —. A Jacinto no le resultó difícil anticiparse a esas tres palabras. Si bien Margarita no había heredado los rasgos telúricos de su madre, en ese instante se coló, por las rendijas de los ojos risueños, la misma mirada que Rosa ostentó durante esos meses que estuvieron de novios. El tiempo había pasado, implacable. Su hija estaba creciendo. Comenzaba pensar como una mujer, y él no podía ni siquiera abrazarla o decirle una palabra de aliento.

Margarita abrió la ventana del dormitorio, para dejar que entraran algunos rayos de sol. Se sentó en la cama, al lado de su padre. Le llenó el regazo de las flores que había cortado del patio. Con el corazón latiendo al ritmo del reloj despertador que ya no tenía razón de ser en la vida de Jacinto, el hombre escuchó el nombre del destinatario del afecto de Margarita. Sus pupilas se dilataron y su respiración se agitó, pero ella no lo podía percibir, ensimismada como estaba en el hallazgo del amor juvenil. Al escuchar la voz de un joven en el patio, Margarita se levantó de un salto y salió corriendo de la habitación, en busca del encuentro con él.

Un sonido gutural emanó de los labios resecos de Jacinto. Sofocado por el olor de los jazmines, su mente buceaba entre los recuerdos de más de quince años atrás. De las noches que compartió con la esposa de su hermano, en sus visitas al campo de Córdoba. De ese niño que nació meses después de la muerte de su hermano y que casi puso en jaque las presunciones legales de paternidad del difunto. De que cuando lo tuvo entre sus brazos, en la pila bautismal, no tuvo ninguna duda del vínculo sanguíneo que los unía. Los ojos de Jacinto ya no veían su presente en su cama de inválido. Antes de exhalar el aire de sus pulmones por última vez, la muerte le ofreció la posibilidad de echarle una ojeada al futuro, a su hija Margarita casándose con su medio hermano Segundo.

Ella había esperado a Segundo sentada en el borde de la fuente. Los sapitos de bronce escupían un chorro de agua y ésta caía en un borboteo que acompañaba el ritmo de los latidos del corazón de Margarita. En el patio interno de la casa, las abejas iban y venían, sumergidas en el trabajo intenso de recolectar el polen de las flores que los Ledesma habían plantado con esmero en el lugar. La Santa Rita reposaba sus hojas moradas en una pérgola de madera. Una leve brisa acompañaba la escena, que podía llegar a representarse idílica, si no fuera porque la chica que estaba sentada en la fuente se había puesto a llorar. Segundo ya se había marchado. Había dejado la noticia como una bomba y se había ido. Margarita se quedó sola, lidiando con sus emociones. En su interior, tenía la impresión de que nunca iba a poder superar este momento, que estaba perdiendo a su primer amor, ese que de adolescente pasa a ser el "amor para toda la vida", al que se le hacen promesas imposibles de cumplir, como que nunca te voy a olvidar, aunque nos separe un océano de distancia. Pero Segundo fue inflexible. "Me voy al seminario, prima, voy a seguir mi vocación. Quiero ser cura, ser un hombre de Dios". Los ojos de Margarita soltaron las primeras lágrimas, y él las interpretó como representantes de la emoción de tener un hombre de la familia consagrado a la vida religiosa, tal como lo habían hecho su madre y sus hermanas. No te vayas, dejame que te quiera, yo con mi amor puedo hacer que cambies de parecer, no puedo resultarte indiferente, soy linda, atractiva, y te quiero, por vos haría cualquier cosa, hasta me mataría, pero no me dejes... Mil frases se unieron en una madeja imposible de desenredar, pero la boca de Margarita no quería dejar salir a ninguna. Solamente participaron de la escena sus lágrimas y un abrazo que le permitió sentir el aroma a hombre de Segundo, el perfume tóxico que la embriagaba y que le producía un estremecimiento de la cabeza hasta los pies. Una vez separados del abrazo que Segundo adivinaba como fraternal, él la tomó de las manos, de esas manos blanquísimas, desacostumbradas a las tareas domésticas -a diferencia de su hermana menor, Rosa, que encontraba un placer incomprensible en ayudar a la cocinera-, miró a los ojos a Margarita y acercó la mano derecha a sus labios y la besó. "Gracias, prima, por tus buenos sentimientos. No fue fácil decidirme, porque te imaginarás que tuve que enfrentarme a mi padre, que ya me veía en la universidad estudiando leyes. Prometo que te voy a escribir cada semana desde el seminario". Es mentira, van a pasar uno o dos meses, o incluso menos, y se va a olvidar de mí, porque ¿quién puede tener tiempo para escribirle a una prima? A la madre, vaya y pase, pero ¿a una prima? En la soledad del patio, donde la ausencia reciente de Segundo se hacía sentir, Margarita comenzó a esbozar un plan para su futuro. Encontró consuelo en los votos que tomaría su primo, en especial el de castidad. Si no le pertenecía a ella, tampoco le iría a pertenecer a ninguna otra mujer. Su única competencia era Dios, pero no la estorbaría. Nunca lo vería en brazos de otra, casándose con una fulana, con una mujer estúpida que seguramente lo engañaría, porque no podría apreciar el alma pura y generosa de Segundo.

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