-Mayra, me da mucho gusto escucharte- dijo el hombre de camisa amarilla sentado frente a uno de los ventanales del bar, instantes antes de que su cabeza estallara en mil pedazos.2
En ese momento, Bryan se encontraba a unos pocos metros de distancia, tomando una copa junto a una rubia idiota del área de contaduría. Cuando la cabeza del tipo explotó sin motivo aparente, hizo un ruido apagado y hueco, algo que sonó como un húmedo "bluff", y Bryan, junto con otros comensales del bar, no pudo evitar lanzar un gemido de horror.
-¿Qué pasa?- dijo la rubia idiota, agrandando sus ya de por sí enormes ojos color violeta-. ¿Qué pas...
Siguió la dirección de la mirada de Bryan, girando un poco el cuello, y luego lanzó un gritito agudo, al tiempo que se llevaba una mano sobre la boca.
-Dios mío, ¿qué fue lo que sucedió?- dijo una voz desde la barra.
-Un disparo- respondió alguien-. ¡Le volaron la cabeza!
-¡Son terroristas!- terció otro, y esta palabra bastó para que todos los comensales, incluidos Bryan y la rubia de contaduría, chillaran y se arrojaran al suelo, buscando el frágil refugio de las mesas art deco que poblaban la parte baja del bar.
-Vamos a morir- decía la rubia-. Oh, Dios mío, vamos a morir...
Bryan quiso calmarla, decirle que todo saldría bien, pero no encontró la voz o el ánimo necesarios para hacerlo. Había invitado a la rubia por insistencia de sus compañeros, que aseguraban que era una delicia en la cama. Bryan había aceptado, más que nada para sacarse a sus compañeros de encima, aunque estaba seguro que nada ni nadie reemplazaría a Pamela, su antigua novia Pamela. Había roto con él hacía más de un año, pero él nunca había dejado de pensar en ella. La rubia, con todas sus curvas artificiales y sus labios inflados a base de silicona barata, no le llegaba ni a los talones. ¿Y qué hacía allí con ella?, se preguntó en más de una ocasión. ¿Qué era lo que pretendía lograr?
Ahora eso, quizás, ya no importaba. Ahora importaba el tipo de la camisa amarilla, y aquel grito anónimo que auguraba lo peor, lo inconmensurable: un maldito ataque terrorista. El cuerpo de Bryan temblaba. Un extraño sudor sofocante parecía subir desde su mismo abdomen, como una especie de acelerada y febril metástasis. Miraba hacia los ventanales, tratando de adivinar el próximo ataque, mientras la imagen de la cabeza del hombre de camisa amarilla venía a su mente una y otra vez. Había reventado como un melón maduro arrojado desde un décimo piso. Exactamente como eso. Ahora el tipo (descubrió Bryan de un rápido vistazo) estaba resbalando lentamente hacia abajo, su torso un poco inclinado hacia la izquierda. Su camisa había dejado de ser amarilla desde los hombros hasta la parte media del abdomen; lo substituía un color escarlata brillante. ¿Y cuáles habían sido sus últimas palabras? Algo así como que se alegraba de ver a alguien. Una mujer, quizás. El pobre diablo ni siquiera había tenido tiempo de sorprenderse frente a la cercanía de su muerte. Aunque, pensándolo bien, ¿no era esa la mejor manera de morir?
La rubia refugiada a su lado lloraba. Su mano derecha comenzó a hurgar algo entre los pliegues abultados de su pullover hasta ese momento impecablemente blanco. Por un momento, por un aterrador y delirante momento, Bryan pensó que se estaba sobando el pecho izquierdo, en un último acto de provocación que casi podía resultar comiquísimo, como las peores escenas de una mala película pornográfica. Pero luego se dio cuenta del error: la chica sólo estaba buscando su celular. Tenía la costumbre de ponérselo entre las tetas, para recalentar el ambiente masculino de la oficina. Tanto las mujeres como los hombres la odiaban por cosas como éstas, sólo que los hombres solían descargar su odio de otra manera. Acostándose con ella, para ser más exactos. Y ahora...
-Moriremos- decía la chica-. Oh, Dios, moriremos...
Parecía haberse olvidado por completo de él, de Bryan. Sus palabras sonaban huecas e irreflexivas, como las palabras de un robot metido por alguna razón en un hueco bajo la tierra. Había conseguido por fin retirar el celular de sus partes íntimas, y estaba llevándoselo a la oreja cuando una explosión sorda, muy similar a la que se había escuchado momentos antes de que la cabeza del tipo de la camisa amarilla estallara, los hizo respingar bajo la mesa.
De inmediato, Bryan sintió que algo viscoso y tibio aterrizaba sobre su cuello. Se llevó una mano a la zona y la retiró empapada en sangre. Quedó mirándose los dedos teñidos de rojo, mientras la rubia a su lado gritaba a todo pulmón. "Es sangre", pensaba Bryan. "Es mi sangre..."
-¡Están disparando de nuevo!- chilló una voz-. ¡Alguien que llame a la policía!
-¡O al ejército! ¡Mejor al ejército!
Alguien dijo otra cosa más, pero Bryan no prestó atención, porque estaba convencido de que iba a morir desangrado. Sin embargo, un rápido vistazo a su alrededor lo sacó de la confusión. No era sangre de su cuerpo, sino de un desdichado de la mesa más cercana, que ahora yacía derrumbado sobre el suelo. Al igual que el hombre de la camisa amarilla, su cabeza había desaparecido, en su lugar sólo quedaba un pedazo de mandíbula inferior y el lóbulo izquierdo de la oreja, tenazmente aferrado a un jirón de carne. Sus piernas se sacudían como si aún desde la muerte quisiera llegar a algún lado. Y había algo que estaba mal en esa escena, como fuera de lugar. Algo que se les estaba escapando. ¿Pero qué?
-¿Policía?- dijo una voz desde la barra-. Necesitamos ayuda ahora mismo. Estamos...
Otra vez esa espantosa explosión sorda, que hizo que la voz se silenciara. Más gritos y personas que corrían de un lado a otro, buscando un mejor refugio frente al peligro. Bryan asomó la cabeza, sólo un poco, lo suficiente como para ver la barra de madera lustrada del bar. No había nadie allí, pero los vitrales profusamente salpicados en sangre lo decían todo. Una nueva víctima. Quienquiera que fuese que les disparaba, tenía una puntería asombrosa. ¿Pero quién era? ¿Por qué estaba haciendo eso? ¿Y desde dónde disparaba?
De nuevo, la idea de que algo se les escapaba volvió a atormentarlo. Se le ocurrió que tenía que ver con una cosa relacionada con el tipo de la camisa amarilla. ¿Qué? No tenía idea. Pero sabía que podía ser importante.
"Piensa, mierda", se dijo a sí mismo, mientras observaba, con la mirada alerta, hacia los grandes ventanales del bar. "Utiliza ese cerebro que Dios te dio por primera vez en tu vida, y piensa".
El hombre de la camisa amarilla. Él había estado observándolo cuando le estalló la cabeza. Se había desentendido de la charla monótona de la rubia y había pensado... algo referido, precisamente, con su camisa amarilla. Eso es, se dijo. Le había llamado la atención su camisa, no por el color, sino porque...
-Moriremos, Bryan- dijo la rubia de repente, aferrándolo del brazo y clavándole sus largas uñas pintadas de rojo-. No quiero morir ahora. Ayúdame. Ayúdame...
-Cállate.
-Llamaré a mi mamá. La llamaré ahora mismo...
-Te dije que te calles. ¡Déjame pensar!
La rubia ni siquiera pareció escucharlo. Había recogido el celular otra vez y parecía muy concentrada buscando un número en la agenda. Y eso a Bryan le pareció muy bien. Porque él debía pensar. Pensar en algo muy importante. Tenía que...
Una nueva explosión. Esta vez se trataba de una mujer con un sobretodo negro. Estaba ubicada en un rincón, detrás de unos frondosos ficus puestos en macetones. Gran parte de su rostro había desaparecido. Un único ojo parecía observar el interior del bar, como si se sorprendiera por la fauna urbana que había allí. La mujer resbaló lentamente hacia abajo y su cuerpo quedó colgando de la silla, los brazos laxos a ambos costados. La gente volvió a alborotarse, pero ahora Bryan sólo pensaba en el abrigo de la mujer. Sin dudas lo llevaba puesto porque hacía mucho frío allá afuera. De hecho, todos en el bar llevaban puesto algún tipo de abrigos, todos a excepción del tipo de camisa amarilla. De repente, Bryan miró hacia los ventanales. El clima frío. De eso se trataba el asunto. Se le había escapado porque sus facultades mentales estaban anuladas por el pánico, pero ahora que podía ver con cierta claridad, se convencía más y más de ello. El frío. Las ventanas. Las explosiones sordas que parecían provenir desde ningún lado.
-No están disparando- dijo entre dientes. Miró a la rubia, que había comenzado a llamar a su madre o a quien fuese que había discado-. Los ventanales están cerrados por el frío, pero no veo ningún vidrio roto.
La rubia no pareció escucharlo. Su mirada era tan expresiva como la de una muñeca de porcelana vieja. Bryan supo que estaba perdiendo el tiempo y salió de debajo de la mesa, extendiendo sus brazos.
-¡No están disparando!- gritó a la multitud refugiada en las diferentes partes del bar-. ¡Escuchen! ¡No hay ningún francotirador allá afuera! ¡Es otra cosa! ¡Debemos...
Otra explosión sorda lo interrumpió. Esta vez, para su espanto, provenía desde la mesa donde acababa de salir: cuando Bryan se agachó para mirar, vio el cuerpo decapitado de la rubia, que rápidamente se derrumbaba en dirección al suelo. Le siguieron a esto nuevas detonaciones, casi simultáneas, como la ráfaga de una singular metralleta. Tres cuerpos con las cabezas destrozadas cayeron al unísono. Sillas, mesas, copas y platos fueron derrumbados por los cuerpos inertes, cuyas extremidades aún se movían un poco. Bryan quedó salpicado con una nueva oleada de sangre caliente; ahora estaba empapado de la cabeza a los pies. En realidad no era el único: todos los demás comensales (debían ser unos siete u ocho en total) se encontraban en las mismas penosas situaciones. El bar entero era una gran carnicería. La sangre chorreaba de las paredes junto con restos de huesos, carne, sesos y quién sabe cuántas cosas más. Bryan se limpió la sangre que había caído sobre su cara y se agachó para recoger la mano de la rubia.
-Nadia- la llamó inútilmente.
Retiró la mano cuando se dio cuenta de que lo único que quedaba de la bonita cabeza de Nadia era su larga cabellera, unida a un pedazo de cuero cabelludo ensangrentado. Torció la cabeza hacia un lado y vomitó. Sintió el olor de la bebida que acababa de beber y vomitó otra vez. Entonces escuchó un chistido a sus espaldas.
-Chist.
Era uno de los mozos, que se había refugiado tras la barra. La mirada del mozo se veía desorbitada y algo enloquecida. Quizás la suya misma se veía igual. El mozo, un sujeto moreno de cejas gruesas como orugas, le dijo que se ocultara, que no permaneciera a la vista del ataque de los terroristas.
-No son terroristas- insistió Bryan, aún luchando con las náuseas que subían y bajaban por su garganta-. No nos están disparando.
El mozo arqueó una de sus cejas, como si lo que acabara de decir Bryan le resultara del todo increíble, y luego y sin decir más desapareció detrás de la barra.
-¿Y entonces qué son?- dijo otra voz a su derecha.
Bryan se dio vuelta en esa dirección. Se trataba de un anciano vestido en forma elegante, que había venido acompañado por una morocha sensual de mirada incandescente. La morocha ahora yacía tendida sobre la silla, con la cabeza hecha un harapo de carne; el anciano estaba empapado en su sangre. Su ostentoso reloj de oro parecía cubierto de óxido. Bryan vio que el anciano había perdido su mirada de superioridad y ahora sólo era un chico que quería la respuesta y el consuelo de sus padres. Bryan negó con la cabeza.
-No lo sé. Pero sé que nadie está disparando. De lo contrario, los vidrios de las ventanas estarían rotos.
-El muchacho tiene razón- intervino un hombre de su edad, que estaba acompañado por un adolescente de rasgos aindiados-. No hay disparos. Y creo que allá afuera...
En ese momento, su celular comenzó a sonar. Automáticamente, antes de que Bryan pudiera alertarlo, el hombre se lo llevó a la oreja y dijo:
-¿Lucas? Te estaba llamando. Hay una jodida emergencia aquí. Creo...
Y entonces su cabeza, al igual que la del hombre de la camisa amarilla, al igual que la de Nadia y otras tantas personas más que en los últimos segundos habían utilizado sus celulares, explotó.