PERRO ATADO al árbol parecía enfurecido. Saltaba y tensaba la cadena al máximo, como si quisiera desgarrarles el cuello. No era muy grande, pero Horacio calculó, de repente inquieto, que podría hacerles bastante daño si se llegaba a zafar de sus ataduras. Cruzaron un patio de malezas crecidas y luego pisaron las tablas del porche. Martín se acercó a una de las ventanas y se hizo sombra con las manos para ver el interior, pero estaba muy oscuro y tuvo que dejarlo. Probó con tantear la puerta: cerrada. Horacio lo miraba indeciso.
-¿Qué tal si llamamos antes de entrar?
-Por experiencia, sé que no hay nadie dentro de la casa que esté en condiciones de abrirnos.
-¿Y entonces?
-Hay una ventana lateral. A lo mejor está abierta.
Fueron hacia la ventana que había señalado Martín. Horacio rezaba para que estuviera cerrada, pero la maldita se abrió en cuanto Martín la empujó un poco. El muchacho, que en algún punto del camino se había puesto unos guantes, revisó en sus bolsillos y sacó otro par para Horacio.
-¿Y esto?
-Son guantes, Horacio. No quiero que tus huellas aparezcan por todos lados. Recordá que acá puede haber un crimen. Así que ponetelos.
Horacio no lo pensó dos veces. Tomó los guantes que le tendía su amigo y se los puso. Le quedaban algo apretados, pero para el propósito venían más que bien.
-Vamos.
Cruzaron la ventana, primero Martín y luego Horacio. Y de inmediato éste frunció la nariz.
-Hay olor a podrido- dijo.
El lugar era realmente decrépito. Se encontraban en una especie de living o sala de estar, con las alfombras raídas y cubiertas de barro seco. Había una antigua chimenea con sus bordes ennegrecidos por el hollín, y las paredes estaban decoradas por una decena de animales disecados. Ciervos, pumas, incluso la cabeza agrietada de un enorme cocodrilo: todos ellos los miraban con sus ojos de obsidiana, cubiertos de polvo. Daba la impresión de que la casa había pertenecido antaño a gente adinerada, pero ahora había sucumbido al peso de los años y la ruina material. Horacio miró todo con una actitud temerosa, como esperando ver algún horror oculto de un momento a otro. Vio que había un póster de una película colgado en una de las paredes, y se sorprendió al constatar que se trataba de "La noche de los muertos vivientes". La primera, la que estaba en blanco y negro. Se lo señaló a Martín, pero su amigo no prestó atención, parecía concentrado en otra cosa más importante. Siguiendo la dirección de su mirada, Horacio se encontró con una huella de barro que se dirigía a una puerta ubicada debajo de las escaleras.
-Esa huella es reciente, todavía está fresca- dijo Martín.
Sacó el revólver debajo de su abrigo y comenzó a avanzar hacia el lugar señalado.
-Martín, creo que deberíamos...
-Me parece que es un sótano.
-... marcharnos de aquí...
Martín abrió la puerta. Emergió, desde las profundidades del sótano, un olor a putrefacción que hizo que los dos amigos ladearan sus rostros y se llevaran la mano a la nariz.
-Oh, mierda.
-Callate. Creo que escuché algo.
El sótano estaba en penumbras, no totalmente a oscuras. Una luz vacilante, como de vela, se proyectaba sobre los peldaños de la escalera y provocaba un efecto óptico de falso movimiento. Al cabo de unos segundos, en los cuales Horacio contuvo inconscientemente la respiración, creyó escuchar también el ruido: un gemido muy débil, seguido de un extraño borboteo.
Los amigos se miraron. Martín bajó la mirada hacia el revólver en su mano, como si de repente recordara que lo tenía ahí.
-Volvamos, Martín- susurró Horacio-. Esto es peligroso. Puede haber cualquier cosa allá abajo.
-Voy a bajar. Si querés esperame acá arriba. Yo cualquier cosa te grito.
-Es el peor plan que escuché en mi vida. Ya de por sí esto es una locura. Estamos entrando a una casa ajena, sólo porque el GPS... ¡Mierda, Martín!
Su amigo ya estaba bajando por los escalones. Horacio se apresuró a pegarse a él. El olor que provenía de allá abajo era intenso, le hizo recordar al de una carnicería que un día arrojó carne podrida en el callejón de la vuelta de su casa. El extraño borboteo se repitió. Era como si alguien estuviera caminando descalzo sobre un charco de barro. Habían cubierto la mitad de las escaleras cuando Martín se detuvo, mirando hacia su derecha. Horacio giró la vista hacia el lugar. Había un televisor empotrado a la pared, proyectando una película con el volumen bajo. ¿Y podía tratarse, efectivamente, de "La noche de los muertos vivientes"? Eso a Horacio ya no le gustó, pero lo que realmente le llamó la atención fue que el televisor se encontrara detrás de una caja enrejada, como si quisieran protegerlo de algún acto de vandalismo.
Estaba por comentarle el detalle a Martín, cuando su amigo pareció sobresaltarse.
-¡Hey!- dijo su amigo, alzando el arma-. ¿Qué estás haciendo?
Horacio miró en su dirección, pero al principio no vio nada. Escudriñó desesperadamente en la penumbra, mientras su amigo retrocedía y se ponía lívido... y entonces creyó verlo. Un bulto blanco, que se movía lentamente en un rincón. El ruido del chapoteo se silenció. Horacio miraba por sobre el hombro de Martín, pero no conseguía distinguir en detalle aquello por lo que su amigo tanto se había horrorizado. Escuchó que el gemido se repetía, o mejor dicho, el gruñido, como si allá abajo hubiese un perro grande y viejo. El bulto blanco se arrastró por el suelo y se acercó a la mesa. Pudo distinguir, por primera vez, la forma de una mujer desnuda, que jadeaba y gruñía como un animal. Era imposible determinar su edad, pero vio que tenía los labios grotescamente pintados de rojo, como cuando las niñas de cinco o seis años toman el lápiz labial de sus madres y juegan a ser adultas. Pero ésta no era una niña, era claramente una mujer mayor, ¿y por qué estaba desnuda? ¿Y qué era aquel otro bulto que había quedado a sus espaldas?
La mujer ahora se había metido debajo de la mesa. Parecía de verdad un perro. De un rápido movimiento, Martín sacó su celular y encendió la linterna. Recién ahí, cuando Martín alzó el celu e iluminó con mejor precisión el lugar, Horacio comenzó a darse cuenta de que aquello era un infierno.
Las paredes parecían pintadas con sangre. Había grilletes y cadenas colgando de los techos. Y lo que había detrás de la mujer era un cuerpo humano, también desnudo y aparentemente muerto, porque tenía el estómago abierto en un enorme boquete. La mujer, emitiendo un chillido, salió debajo de la mesa y trató de atacar a Martín, pero éste fue más rápido y le dio una patada en las costillas. La mujer gritó y luego procedió al repliegue, retrocediendo hasta posicionarse detrás del cadáver desnudo, en posición de cuclillas. Miró a Martín durante unos segundos más, con desconfianza, y luego, para horror de los dos amigos, agachó la cabeza y comenzó a comer vorazmente del estómago del cadáver. Los ruidos de borboteos se reanudaron.
"Ahora sé que no era pintura de labios", pensó Horacio conteniendo el vómito.
-¡No!- gritó Martín, pero la mujer no prestó atención, simplemente lanzó una especie de gruñido de advertencia, y luego siguió comiendo.
-¿Qué mierda le pasa, Martín? ¿Se volvió loca, o qué?
-No sé- respondió su amigo. Estaba parado en medio del sótano, sosteniendo el celular con la mano izquierda y el revólver con la derecha, incapaz de dar un paso más-. No sé qué le pasa.
-Tenemos que llamar a la policía- dijo Horacio, con una voz extrañamente aflautada. Sacó su celular del bolsillo y apretó el botón de la llamada-. Ya mismo...
-Viene alguien- dijo Martín, y cuando giró la cabeza hacia él, Horacio se dio cuenta de que estaba aterrado.
-¿Dónde?
Pero no hizo falta que Martín respondiera. Unas luces bailotearon en la ventana estrecha que daba al jardín. Eran los faros de un auto. Los ladridos del perro callaron súbitamente. Horacio miró a Martín, y vio que éste comprobaba las balas en la recámara de la pistola.
-Debemos salir de acá, Martín.
-Dos balas.
-¿Qué?
-La pistola sólo tiene dos balas.
-¿Qué?
-Pensé que estaba cargada, pero me equivoqué. Mi hermano... debió salir a disparar a los carteles. El muy imbécil hace cosas así.
-Martín, tenemos que salir rápido. En este lugar vive un loco. Tenemos que...
-Es la primera vez que me pasa.
-¿Escuchaste lo que te dije?- tironeó a su amigo en dirección a las escaleras-. Salgamos de acá, antes de que...
-El GPS siempre me mostró cosas horribles que ya habían pasado. Pero ahora...
-¡Vámonos de una puta vez, Martín!
El muchacho volvió a observar su revólver, y luego asintió.
-Sí. Creo que será lo mejor. Creo que...
De repente soltó un grito. Su espalda se arqueó y sus manos golpearon en dirección al suelo. Distraídos por la luz de los faros, ninguno de los dos amigos había advertido a la mujer desnuda, que subrepticiamente se había arrastrado en dirección a ellos. Martín dejó escapar otro alarido y golpeó a la mujer con la pistola, pero ésta le siguió mordiendo las pantorrillas. Sus dientes manchados de sangre habían perforado la tela de los vaqueros y se habían clavado profundamente en la carne. Martín sacudió la pierna; parecía un hombre aterrado tratando de sacarse de encima un insecto que le camina por el pie. La mujer emitía un gruñido animal y no daba indicios de querer soltarlo. Es más: se sujetaba a Martín con todas sus fuerzas, utilizando los brazos y las piernas. Horacio se le acercó por detrás y trató de alejarla del cuerpo de su amigo, pero lo único que logró fue recibir un puñetazo del mismo Martín, quien ahora arrojaba golpes a ciegas, sumido en el pánico. Horacio cayó hacia atrás, aturdido. Entonces vio el arma en el suelo, a unos pocos centímetros de distancia. Seguramente se le habría caído a Martín durante la lucha, aunque era probable que no se hubiese dado cuenta aún de ello.
Horacio la levantó. Era la primera vez que tenía un arma en sus manos, descubrió que era pesada aunque cómoda de manipular, como si se ajustara automáticamente a la forma de sus manos. Puso el dedo en el gatillo y apuntó. Martín, que se sujetaba a la barandilla de las escaleras y estaba a punto de caer, vio el arma en las manos de Horacio y gritó:
-¡Disparale! ¡Disparale de una puta vez!
Y Horacio apretó el gatillo. Tres o cuatro veces, aunque el arma sólo detonó en dos ocasiones. La primera bala dio de lleno en la cabeza de la mujer, que pareció desintegrarse. La segunda pareció errar el tiro, o eso al menos pensó Horacio en un primer momento. Luego vio la mancha roja en la camisa de Martín, que rápidamente comenzaba a expandirse. En cuestión de segundos su camisa estaba empapada en sangre; era increíble la velocidad con que se había cubierto del nuevo color. Su amigo cayó de rodillas al lado de la mujer muerta. Observó a Horacio y extendió una mano.
-Debemos... debemos irnos... Hay que...
-¡Martín!
-Tenemos que salir de acá...Vomitó un hilillo de sangre y luego puso los ojos en blanco. Horacio lo abrazó y lloró, repitiéndose para sí mismo: ¡Estúpido! ¡Soy un estúpido!", y para cuando la puerta del sótano se abrió y una figura comenzó a descender lentamente los escalones, su amigo ya estaba muerto.