Capítulo 2

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Rosa Ledesma y Jacinto Quiroga tenían muchas cosas en común, además de haber sido bautizados con el nombre de una flor. Los dos eran descendientes de familias de rancia alcurnia criolla que se fue desdibujando con los años. Podían remontar sus raíces hasta antes de independencia, a españoles que vinieron a hacer fortuna en el nuevo continente. Y lo lograron. Sus hijos pasaron a ser hacendados criollos. Algunos respiraron los aires de libertad que flotaban en tierras americanas y pasaron a engrosar las filas del ejército de los Andes. Otros no quisieron resignar su comodidad y perder sus bienes y su vida. Ellos prefirieron brindar un tibio apoyo al bando de los criollos. Los que volvieron del otro lado de la cordillera pasaron a ser héroes de la patria, hasta que los años sumieron en el olvido la grandiosidad de la gesta. Sus uniformes y los estandartes capturados a los españoles se fueron apolillando en los armarios. Los relatos de los combatientes se fueron diluyendo en la neblina de la vejez de sus propios protagonistas. En esos años también se perdió el amontonamiento de apellidos hasta quedar, cada familia, con uno solo. Bajo la nueva mirada criolla y patria, todo vestigio de la colonia era mirado con malos ojos. Por eso, de los Ledesma de Guevara y Sarmiento descendía Rosa, mientras que Jacinto era un digno exponente de la sangre de los Quiroga Ruiz de Tejada.

Por suerte, durante el período del conflicto civil entre unitarios y federales, los Ledesma y los Quiroga formaron parte del mismo bando. Las dos familias se caracterizaban por su firme defensa a las ideas federales y por proveer las filas de los ejércitos del país de hombres jóvenes dispuestos a jugarse la vida por su ideal. A veces, alguno se desviaba del camino militar y elegía una profesión más tranquila: comerciante, estanciero, sacerdote o abogado.

Las hijas de los Ledesma y los Quiroga eran señoras de la casa. Entre sus habilidades se destacaba, en el caso de las señoritas Ledesma, sus cualidades musicales, ya sea con el piano o la voz angelical con que la naturaleza tenía la costumbre de dotarlas. Las Quiroga, en cambio, eran maestras cocineras. Surtían los banquetes familiares de esos dulces típicos de la época de la colonia: ambrosía, tocinillo del cielo, arroz con leche, huevos quimbos, tabletas, rosquitas de anís e infinidad de frutas en conserva.

Eran familias prolíficas que no cesaban de traer hijos al mundo. Las semillas de los Ledesma y los Quiroga eran inagotables. Pero no sucedía lo mismo con la fortuna que habían acumulado las primeras generaciones. Rosa y Jacinto eran vástagos de las ramas que terminaron empobrecidas. Las herencias se repartían entre cada vez más descendientes. En los comienzos, los deudos recibían casas y fincas a raudales, pero al llegar a los tiempos de Rosa y Jacinto, lo único que se podía repartir eran objetos aislados que no se sabía a qué familiar habían pertenecido. Una colección de libros, un tintero de peltre, un reloj de cadena, un rosario con cuentas de nácar, una peineta de carey. Y, de vez en cuando, reaparecía una parte de un uniforme de la guerra de independencia o de una batalla entre unitarios y federales, ya bajo la forma de un trapo descolorido y fantasmal.

No era ninguna sorpresa que ambas familias se terminaran cruzando entre sí. Ya antes del compromiso entre Rosa y Jacinto, los Ledesma y los Quiroga compartieron casamientos, bautismos y funerales. Por suerte nunca existió ese reproche de que un abuelo hubiera asesinado al patriarca de la otra familia. En el pueblo no había nadie que no tuviera una gota de sangre de los dos clanes, por lo que el cura, a la hora de constatar los requisitos para la celebración de un matrimonio, se veía obligado a dejar pasar por alto más de un lazo de consanguinidad más próximo de lo que correspondía. Por supuesto que, a veces, no era fácil de determinar el parentesco en el caso de los hijos ilegítimos, que abundaban en ese pueblo y las poblaciones vecinas. Para evitar cruzamientos demasiado cercanos que pusieran en riesgo de malformaciones y defectos físicos a la futura prole, se apelaba a testimonios de quienes conocían los orígenes de los novios: una madre que revelaba a último momento el linaje de quien fue su amante o una tía preocupada por la cercanía del vínculo entre su sobrino y la novia. Cuando faltaba la presencia de ese testigo, sucedía lo inevitable: el casamiento entre medio hermanos daba como fruto algún niño contrahecho.

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