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Sería un eufemismo decir que se odiaban.

Desde que Samantha Rivera había arrollado a Chancla, la pequeña y esponjosa perrita poodle de Abril Garza, ambas chicas no se podían ver.

Era como si se olieran a miles de metros de distancia, así que cuando una sospechaba que se podría encontrar con la otra a la vuelta de la esquina, la primera prefería dar la vuelta a la manzana, aunque este supuesto les hiciera caminar más.

En escenas menos prometedoras, se tenían que topar frente a frente solo para empezar a echar chispas por los ojos y murmurar miles de improperios que ambas fingían no escuchar. Por demás y, aunque no quisieran verse ni en pintura, se tenían que encontrar algunas veces porque, a decir verdad, vivían en el mismo complejo departamental mediocre desde el último par de años.

No es que Abril fuera una chica con el carácter más agrio y rencoroso, tampoco es que Samantha fuera la mala del cuento, quien casi había matado a un pobre cachorro. Es solo que las situaciones y demás variantes habían hecho que las vidas de ambas jovencitas fueran puestas en una especie de ring en el que se terminaban golpeando una y otra vez, en rounds infinitos en donde no había ganador.

Después del caso "poodle", por supuesto, ambas siguieron con su vida, sin poder evitar tirarse un poco de ácido cada vez que podían ya que, con la mala suerte que cargaban, también tenían amigos en común que hacían todo para que se llevaran humanamente, obviamente fracasando en el proceso, pero llevándose una sonrisa al rostro ante el constante bullying que ambas se hacían.

Por esos azares del destino y la vida que gustaba jugarles malas pasadas, a las tres de la mañana un sábado, Samantha Rivera y Abril Garza se encontraronpor primera vez en dos meses esquivándose— en el elevador que las llevaría al sexto y séptimo piso, respectivamente.

Quizás si Abril hubiera tenido menos alcohol en las venas habría optado por tomar las escaleras, pero con cuatro cervezas encima —que era demasiado para alguien con su mediocre tolerancia al alcohol— decidió ahorrarse los siete pisos porque creía que era algo que Rivera debía hacer, al menos para demostrar un poco de "caballerosidad", o "damallerosidad"; cualquiera estaba bien, después de todo, era el "ente" más apto para llevar a cabo dicha acción.

Y no era por nada, porque a la señorita Garza no le gustaba entrar en los cotilleos de fin de semana, pero ella sabía algunas cosas que iban y venían circulando como una red sin fronteras desde hace mucho, mucho tiempo atrás. Y no es que le importara, porque realmente Rivera no le importaba, pero había algo así... infinitamente pequeño, congruente y tan curioso en su cabeza que de vez en cuando la hacía pensar algunas cosas en cuanto a la rubia que, para ser sinceros, lucía radiante esa noche en especial.

La leyenda era, o el mito, las habladurías en este caso, que Samantha Rivera no estaba en el bando correcto. Que ni siquiera estaba en un bando.

La primera vez que Abril lo había escuchado, y que recuerda con una fascinante claridad porque se había atragantado con la cerveza de barril que ingería en un minúsculo vaso de vidrio, había sido completamente fuera de contexto. Hablaban del amor y los romances pasajeros, como todas las universitarias cuando no tienen nada mejor que hacer. El tema de "sexo y alcohol" venían por sugerencia y, por supuesto, eran temas que no le molestaban en lo absoluto; pero gracias —o no gracias— a Molly, su compañera del curso de biología, se había colado a la plática un pequeño gran secreto que ella no habría imaginado ni en sus más grandes sueños. O pesadillas, porque se trataba de la innombrable Samantha Rivera.

La anécdota iba en que Samantha era un tanto... distinta —como si no lo supiera de memoria Abril— y que sus conquistas iban más al bando de las chicas. Totalmente al bando de las chicas. Hasta ahí, no había nada anormal, pues si bien no le importaba en lo absoluto que Rivera fuera una lesbiana de clóset —pues se empeñaba en no demostrarlo con esa perfección casi monstruosa y terriblemente sensual— lo que era raro era lo que vino después de eso. Molly había dicho algo como "ella tiene un pene", con la misma naturalidad con la que diría "hoy está soleado". Abril se había atragantado con su bebida mientras las demás chicas pasaban a otro tema de conversación tan rápido como habían llegado a las conclusiones acerca de su archirrival más grande de la historia.

𝐄𝐥𝐞𝐯𝐚𝐝𝐨𝐫 | ᴿᴵⱽᴬᴿᴵ ᴳ!ᴾDonde viven las historias. Descúbrelo ahora