XI - Presagio

0 0 0
                                    


Aún trato de hallarle sentido a esto:

Después del amor, dejé a Tomomi arropada y salí de la cama, abandoné nuestra habitación para situarme fuera de nuestra residencia, bajo los sauces, y fumar el primero de una cajetilla de cigarros que ella sensiblemente me había comprado después de una actuación, no sé cómo ni cuándo. No recordaba haber mencionado mi marca favorita, pero allí estaba, como si ella hubiera leído mi mente o conocido mis deseos más ocultos. Pero se agradecía.

La casa estaba en silencio, salvo por el suave murmullo de la ciudad nocturna que se colaba por la ventana entreabierta. Me moví con pasos ligeros, casi etéreos, a través de la penumbra de nuestra habitación, guiado por la luz tenue que se filtraba desde el exterior. Al abrir la puerta, el aire de la noche me recibió con su abrazo fresco y olor a tierra húmeda. Bajo el dosel de sauces que custodiaban la residencia, encontré refugio en la soledad contemplativa. El humo se elevaba en espirales hacia las ramas que se mecían suavemente, y con cada bocanada, las tensiones del día se disipaban, dejando espacio para la reflexión. ¿Cómo había llegado a este momento de tranquilidad efímera? ¿Qué senderos del destino me habían conducido a la vida que ahora compartía con Tomomi?

En eso estaba cuando los vi a ellos dos salir por el lado opuesto del pasillo, el que conduce a la recepción y termina en una pequeña estancia donde ayer por la tarde jugué a las cartas con otros huéspedes, y entendí, por su modo de andar, que lo hacían furtivamente. Estaba demasiado acostumbrado a topármelos en medio de sus escapadas clandestinas para ir a revolcarse por ahí que en un principio no se me ocurrió más que mirarlos y tratar de adivinar dónde sería su escondite secreto, qué posiciones practicarían o si usarían protección, juzgando por el modo de andar de Haruna, la prisa en sus pasos, la cadencia con que alternaba una pierna y la otra, quise adivinar el ciclo de sus menstruaciones o calcular cuántos días fértiles le quedaban, de paso preguntándome quién de los dos había tenido la iniciativa de formar una familia, si era eso a lo que iban; lo más seguro es que sí, pasados los treinta, es rara la persona que aún se aferra a sus convicciones revolucionarias, casi todos terminan volviéndose madres o padres, asalariados, personas funcionales, alienadas. Así me acabé mi primer cigarro meditando sobre esas cosas hasta que algo me llamó la atención, no sé si fue la manera de andar o el fragmento de mirada que les alcancé a adivinar tan pronto pasaron cerca de donde yo estaba, pero estaba claro que algo había cambiado entre ellos, qué cosa era lo que no dejaba de preguntarme y estuve tratando de descifrar cuando ellos se me acercaron, cautelosos, calculando las expresiones indecisas entre formas breves de reserva y desafío, nunca dispuestos a soltar la máscara que de un tiempo acá yo me empecinaba en describirles sobre el rostro, el verdadero, del que mi imaginación era incapaz de dar cuenta, bien porque, en realidad, no tenían ninguno: sólo un vacío ahí donde nace la voz, o porque nunca me atreví a mirarlo de frente.

—Noches —dije rápidamente, jugando con el encendedor entre mis dedos esperando que la contestación de cualquiera de ellos le diera tono y propósito a la escena.

—Qué tal —respondió Samuel con una sonrisa que no alcanzaba a ocultar una cierta tensión en su voz. Haruna, por su parte, asintió con la cabeza, evitando mi mirada.

—¿Todo bien? —pregunté, afectando cierta despreocupación en mi voz, mirándolos alternativamente, mis manos metidas en los bolsillos.

—De lujo —afirmó él—. Sólo... una caminata nocturna —dijo, sin burla ni desafío, buscándome los ojos en la oscuridad.

—Por supuesto —asentí después de encender el cigarro y darle una larga calada.

—¿Y tú?

—Nomás, tomando aire.

Los desconocidos perfectosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora