En el siglo XIX, en la década de 1830, comenzaron a desarrollarse los primeros métodos para identificar la presencia de venenos en el cuerpo de las víctimas.
Si dichas investigaciones llegaron a buen puerto, se debieron a un asesinato que tuvo lugar en la Francia de 1840. Allí murió, repentinamente, el propietario de una fundición.
Desde el principio, todas las sospechas recayeron en su esposa Marie. Según cuentan, lo envenenó con arsénico blanco. Sin embargo, todas las pruebas contra ella eran circunstanciales.
El boticario local compró trióxido de arsénico, los días previos al envenenamiento. Pues, al parecer, lo necesitaba como matarratas.
La criada de Marie y su difunto esposo, juró solemnemente que Su Señora mezcló los polvos blancos del arsénico en la bebida de su marido.
Tras este escalofriante alegato de la sirviente, se analizaron los alimentos consumidos por el señor antes de fallecer, dando positivo la presencia de arsénico. No obstante, cuando el cuerpo fue exhumado para su análisis, no hubo apenas rastro de arsénico en el cadáver. ¿Cómo pudo ser posible?
Fue entonces cuando apareció un cualificado toxicólogo para analizar el cadáver nuevamente. Supo que las pruebas realizadas anteriormente no habían sido lo precisas que debieron ser. Este segundo científico demostró la presencia de arsénico en el Sr. Lafarge. Gracias a esta evidencia, Marie fue condenada a cadena perpetúa tras ser declarada culpable.
